jueves, 13 de noviembre de 2008

Unos pajaritos mancos

Hay imágenes de la realidad que me han causado fuertes sentimientos de repulsión en el estómago, porque son inimaginables, pero suceden.

Unos ejemplos de entre miles de imágenes para explicarme:

Dos policías linchados chamuscándose y un niño, entre la multitud, que los mira sin inmutarse; un buitre junto a un niño de dos años: el niño sentado en un descampado, solo, famélico y enfermo, con moscas en la cara y el buitre esperando paciente a que se muera; unos soldados armados hasta los dientes viendo cómo corre una niña desnuda con la piel ardiendo en NAPALM; un secuestrador-hiena, declarándose cínicamente culpable por haberle cortado un dedo a su víctima, un niño de seis años, “pa’ que vieran sus padres que la cosa iba en serio”.

Estas son cosas inimaginables que suceden.

Ante estas asquerosas muestras de la realidad cotidiana, pienso en las imágenes que la humanidad se ha inventado, para consolarnos desde niños, ante lo execrable que como hombres somos capaces de generar: los pajaritos volando con sus trinos en libertad para significar con ello a las almas subiendo al cielo invitadas por Dios o los pajaritos comiendo inocentes de la mano de la Cenicienta o los pajaritos mensajeros que acompañan a las doñas frondosas y rosadas en los cuadros de Rubens o los pajaritos que cantan con el Rey David por las mañanitas en los cumpleaños.

Estas son cosas imaginables que no suceden.

No saben, gracias a estos estereotipos de fuga, la cantidad de pajaritos cuasi ángeles que me he imaginado en la vida para poder pirarme de las escalofriantes imágenes que suceden abundantemente en esta realidad, como la de los niños que les platiqué arriba.

Pero no hay manera de zafarse. La realidad siempre supera lo imaginable y la realidad sucede aunque no la imaginemos.

A pesar de que soy una persona que me imagino lo inimaginable, lo que raya en lo imposible y además en lo improbable - porque no dejo de ser patafísico, que es como me enfrento consuetudinariamente a la realidad -, nunca se me hubiera ocurrido imaginar un pájaro manco, esto es, un pájaro con una sola ala.

Imaginarme a Dios en el cielo en su cumpleaños, junto a su pastel, rodeado de almas puras como pajaritos, aplaudiendo enternecido por un cuadro en donde el Rey David estuviera rodeado de doñas frondosas y pajaritos y que Rubens habría pintado a escondidas de Dios, de mañanita cuando los pajaritos cantan, para regalárselo a Dios, junto a su pastel de cumpleaños, en la fiesta sorpresa que la Cenicienta le organizara con ayuda de sus amigos los pajaritos: si, si me lo podría imaginar; pero imaginarme a un pájaro manco, con una sola ala, volando en círculos desesperado: no, pues, no, nunca me lo hubiera imaginado. Cojo si, pero manco no, la mera verdad, no.

Yo nunca hubiera imaginado eso: un pájaro manco; pero ahora, ante la obligación de ser congruente, como el buen patafísico que soy, ya me lo imaginé.

Lo malo es que nunca pensé en que imaginar a un pájaro manco echara por tierra mi mundo de cosas imaginables que no suceden.

Así sucedió: El otro día caminado por la Castellana, rumbo al trabajo, en el suelo, casi irreconocible, y sólo reconocible por las plumas que le quedaban, ví el ala de un gorrión pisoteada hasta la saciedad e ignorada por todos los transeúntes.

Qué pena me dio imaginar a un pájaro sin ala. Un pájaro manco que ya no puede ser incluido en las cosas que imaginamos y no suceden, pero que nos consuelan.

Esta ala de gorrión pisoteada, pasará a ser de las imágenes que me causen sentimientos revueltos en el estómago, de las que escapan a mi sentido común, de las que conmueven mi fe, de las que tienen que ver con las imágenes que me restriegan en la nariz esta realidad que sucede. Porque me imaginé, muy a mi pesar patafísico, al gorrión manco, de ala pisoteada hasta la saciedad, compartiendo lugar y tiempo con esos niños de los que les platique arriba, en esta realidad que les sucede, viviendo más cerca del infierno que les generamos que del paraíso que nos inventamos.

lunes, 10 de noviembre de 2008


Eso, mucho traidor.
Yo por eso adoro a mis dos incondicionales, que aunque a veces parece una y a veces ninguna -porque se olvidan de poner sus comentarios, o no los ponen porque no les gusta mi entrada y no me lo dicen, cosa que supongo por lógica y básica inferencia - ellas siguen ahí...y se les agradece, porque eso...en este mundo de acechanzas e infidelidades, sabemos, hay mucho traidor rondando internet.























martes, 4 de noviembre de 2008

El amante de Teresa

Teresa se levantó en la madrugada con la mente puesta en vengarse de su amante.

Todo lo tenía dispuesto.

Se puso su bata, se calzó sus pantuflas con calma y salió de su habitación.

Para no hacer ruido, Teresa se escudó detrás de los arpegios forte fortísimos de los truenos que atacaban con brio el firmamento; y atravesó con cautela el corredor con rumbo al salón, escuchando el allegro andante de las gotas de lluvia rebotando contra los cristales de las ventanas. Precavida, también puso atención a todos los sonidos del piso de alcurnia en el que vivía con sus padres: el contrapunto del techo de madera con el mármol del suelo, los bemoles de las motas negras en las paredes, el compás de 2/4 del reloj de péndulo, el viento ululando en escalas ascendentes y descendentes; y el cucú, que cantaba en punto, las tres de la mañana.

Ninguno de esos sonidos le preocupaban.

Teresa se concentró entonces en sus movimientos y avanzó hasta la puerta del salón. Esa noche se vengaría del amante a quien se había entregado en devoción durante sus dieciocho años de vida.

Andando con sigilo, se detuvo al pasar frente al mueble antiguo que estaba junto a la entrada del salón. Abrió el cajón donde guardaba algunas partituras. Buscó a tientas un escoplo y un martillo envueltos en un pañuelo de seda. Los encontró, los sacó del cajón y los sostuvo con delicadeza contra su pecho. Alzó la vista y descubrió su figura reflejada en el espejo de estilo victoriano que colgaba en la pared frente a ella. Pudo ver en su reflejo a la famosa joven ex pianista, esbelta, de rasgos finos y bellos, asiendo con ambas manos un pañuelo de seda, un escoplo y un martillo. Al mirar entre sus manos los instrumentos, sintió latir su corazón con más fuerza. Teresa revivió en un instante los dieciocho años de entrega incondicional a su amante y su pasión por él. Un largo silencio de compasión le recorrió el cuerpo al escuchar dentro de ella, la música que él, el piano negro de gran cola, el único amante que había tenido en toda su vida, le había hecho sentir siempre. Teresa continuó viéndose en su imagen reflejada y entonces, reconoció algo que parecía un remedo de dedo meñique en su mano derecha. Sus ojos se volvieron a iluminar con una luz interior de odio y una sonrisa siniestra se dibujó en su cara. Sobreponiéndose a sus recuerdos, miró al espejo con rabia por intentar hacerla sentir un mínimo de compasión por su amante, el piano, y convencerla de abandonar su cometido de venganza.

Sin piedad, era lo que se había prometido y venganza, el único camino que seguiría esa noche.

Con las herramientas envueltas en el pañuelo de seda y sosteniéndolas firmemente contra su pecho, Teresa abrió las puertas corredizas del salón y se detuvo antes de entrar.

Hurgó atentamente con la vista en la penumbra. Un dolor profundo como un adagio largo en do menor la volvió a invadir, al encontrarse con los testigos y alcahuetes que desde siempre habían estado en el salón. La poltrona rococó, las porcelanas de Limoges, la gran lámpara en el techo y el jarrón chino con las calas. Todos le recordaban las horas y horas pasadas en ese salón durante las tardes de estudio y romances con el piano. Todos ellos, sus entonces confidentes y alcahuetes, parecían ahora pedirle en coro que abandonara su intención de venganza. Teresa escuchó un estribillo que le repiqueteaba en la cabeza.

- No lo hagas, Teresa, no lo hagas.

Teresa escuchó la tormenta en la noche y tragó un sorbo de amargura al pensar lo bien confabulados que estaban todos ellos en su contra. Hasta las vajillas de las bisabuelas y el busto de malaquita trataban de apelar a su sensibilidad para que se retractara, pero Teresa, esforzándose, puso oídos sordos a sus cantos.

- Buen intentó – pensó-, pero inútil.

Los miró fijamente con reproche tratando de hacerles sentir el odio que la corroía. Los alcahuetes enmudecieron.

Parada en la entrada del salón, volvió a escuchar toda la estela de sonidos que había dejado atrás: los truenos retumblando en el firmamento, las gotas de lluvia rebotando contra los cristales de las ventanas, el techo crujiendo el compás del péndulo y el viento colándose por entre las rendijas, sus arpegios, sus contrapuntos, sus bemoles, los silencios del salón y los latidos de su corazón.

Ninguno de esos le preocupaban.

Teresa cerró sigilosamente las puertas del salón y se dirigió hacia el fondo de la habitación, hasta donde se encontraba su víctima, el que fuera su amante, su único amor en 18 años: un piano de gran cola, Steinway & Sons, del siglo XIX, regalo personal de Don Theodore Steinway a su familia.

En su camino, Teresa todavía sintió cómo las alfombras persas intentaban trastabillarla y las sillas labradas retenerla por la bata. Se detuvo en medio del salón y se palpó en su mano derecha, su remedo de dedo meñique:

- Ustedes fueron testigos – gimoteó entredientes, con lágrimas de resentimiento en los ojos – ustedes son testigos – repitió - Ustedes ya se olvidaron, yo no - pensó- Yo no puedo ni podré nunca.

En aquella funesta tarde del desencuentro con su amante el piano, Teresa había perdido totalmente la movilidad del dedo meñique de su mano derecha cuando el piano había dejado caer su tapa superior, grande y pesada, sobre su dedo pequeño. En ese momento infame, la ex pianista había visto cómo se convertía su dedo meñique en un colgajo que adornaría por siempre su fina mano de pianista y cómo quedaba brutalmente cercenada, en un instante, su carrera como concertista excepcional. Atrás habían quedado dieciocho años de entrega ciega y total al piano. Atrás habían quedado, con sus únicos dieciocho años de vida, horas y horas de estudio, amores, sinsabores, sacrificios y el goce del éxtasis que sentía y hacía sentir a su público por todo el mundo, durante sus conciertos estelares.

Teresa volvió de sus recuerdos al escuchar una vez más las voces de esos testigos y alcahuetes que le suplicaban no continuar. Soltó un suspiro profundo de resignación y decidió continuar con su venganza, pero esta vez, no sin dolor y ni remordimiento. Este era para ella un desquite deseado desde mucho tiempo atrás, aunque ahora, escuchando esas voces de súplica, su venganza no le quedaba tan clara.

Teresa, echando mano de su orgullo, volvió a recordarse que no podía perdonar al piano su amante, que necesitaba vengarse, que no podía echar marcha atrás.

Se volvió y continuó su camino por el salón, pasó desdeñosa junto a todos aquellos testigos y alcahuetes. Se acercó al piano y casi al llegar a donde estaba su amante, puso con cuidado el pañuelo de seda, el escoplo y el martillo sobre una mesita auxiliar con marquetería. Se arrimó al piano y lo encaró con tristeza. Le quitó el mantón de Manila que lo cubría. Le abrió la tapa del teclado y le levantó, con gran esfuerzo, su pesadísima tapa superior – la guillotina de su dedo. Vio entonces a su amante abierto de par en par vulnerable e indefenso ante su venganza, con el salón como escenario y la mesita con marquetería como su única cómplice.

Sintió un agrio remordimiento que le recorrió todo el cuerpo al escuchar en su cabeza las voces a coro de los testigos y alcahuetes que le insistían, le suplicaban, desistir de su acción. Teresa miró al piano, vulnerable e indefenso, y dejó fluir en su corazón el amor y el sentimiento que sentía por él. Amor que todavía, era muy grande.

Bajó la mirada apesumbrada y se frotó las manos nerviosa. Sin querer, volvió a palpar su dedo meñique colgando, sin movimiento, de su mano derecha.

Teresa alzó la vista y vio al piano íntegro.

No dudó más.

Se volvió a la mesita con marquetería, tomó el pañuelo de seda y desenvolvió el martillo y el escoplo. Los levantó con tiento. Se colocó frente el teclado del piano y con su mano derecha, arrastrando su remedo de dedo meñique, recorrió ese teclado que tantas veces había tocado y al que conocía de memoria.

Teresa detuvo su mano en el do central del teclado. Lo acarició y sonrío levemente con desprecio. Tomó el escoplo y sin escrúpulos, con alivio, sin dudar, se lo clavó al piano, exactamente en la base de la tecla del do central. Con unos fuertes martillazos al escoplo, hizo volar la tecla por los aires. Un sonido seco de la madera del piano, reverberando de dolor en do sostenido, se fundió con los sonidos del piso y la tormenta. Buscó entonces, en la caja de resonancia, las tres cuerdas de acero del do central. Las encontró. Volvió a colocar el escoplo en posición y de varios martillazos, igual de certeros, le reventó las cuerdas al piano. Teresa se sintió reconfortada al escuchar cómo se esfumaban, entre ecos, los sonidos de las tres cuerdas de do central, rompiéndose, enroscándose y golpeándose contra la tapa negra del piano.

Después, imperturbable y precisa, arremetió con morbo, casi con lujuria, contra todo el mecanismo del do central de su odiado amante. El macillo, el pilotín, la báscula, el tope, el pulsador, el apagador, el agrafe, la clavija, el clavijero; todo el mecanismo de la tecla del do central - y sólo ese y ninguno otro- quedó hecho trizas en unos cuantos minutos.

Teresa se detuvo al fin con la respiración entrecortada. Observó los restos del mecanismo de la tecla y contempló por unos segundos el hueco dejado por la tecla del do central en el teclado. Respiró satisfecha al ver su venganza consumada: el do central del piano, como el dedo meñique de su mano derecha, ahora, no servían para nada.

Teresa dejó suavemente las herramientas del delito sobre la mesita auxiliar encima del pañuelo de seda. Se acicaló y se peinó lo mejor que pudo con sus dedos, ignorando al piano y a los testigos y alcahuetes en el salón. Ya más tranquila, se acomodó en la poltrona rococó aterciopelada, frente a la ventana, para disfrutar de la oscuridad de la noche. Teresa volvió a escuchar los truenos en el firmamento; las gotas de lluvia rebotando contra los cristales, el techo crujiendo, el compás del péndulo y el viento colándose por entre las rendijas. Teresa escuchó relajada la música de la lluvia confundida con los sonidos del piso y comenzó a seguir el ritmo de esos sonidos con sus dedos largos y finos de joven ex pianista: la, la, sol, re; la, la, sol re; re, sol, re; re sol re, do.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Errores y perdones

- Dios se equivoca y tú eres el perfecto ejemplo de sus errores - me dijo mi hija un día.

Dios se equivoca y yo su equivocación, su error, su metida de pata, su cajeteada, su batea de babas.

Dios se equivoca, hija, y yo agradezco a Dios tal honor porque desde mi condición, mundanamente humana, soy de los pocos que pueden perdonar a Dios, justificadamente y sin resentimiento, por su error.

Y te lo digo, sinceramente, yo perdono a Dios, a pesar de ser el perfecto ejemplo de sus errores.

Y lo perdono, esté donde esté o no esté, porque no hay nada como perdonar a Dios, de corazón. Perdonarlo es como liberarlo de sufrir su infierno perfecto e invitarlo a disfrutar de un paraíso falible, poco divino, más humano.

Aún así, perdonar a Dios es fácil, hija. Otorgarle perdón al Diablo, requiere mucho más corazón.

Y ese para mí, hija, esté donde esté o no esté, también está perdonado.

Lo malo es que Dios no se quiere convencer de las bondades del perdón y sigue condenándolo a su infierno perfecto.

Ya vez, hija, otro error más, por el que hay que perdonar a Dios.

martes, 28 de octubre de 2008

El mero-mero-polímero

Chon decía que él era "el mero-mero" y Miguel, su jefe, le puso de sobrenombre “el polímero”.

A Chon le gustaba escuchar casetes de cumbias y música tropical a todo volumen mientras conducía su camión.También, mientras conducía su camión, a Chon le gustaba contar una y otra vez los únicos cinco chistes malos y vulgares que se sabía y desternillarse después a carcajadas como si fuera la primera vez que los escuchara.

Chon, "el mero-mero", trabajaba como chofer de un camión enorme en el cual viajaban un vendedor y su ayudante. Chon conducía el camión y el vendedor y su ayudante visitaban cada quince días los pueblitos oaxaqueños más recónditos de la Sierra Madre del Sur, para vender y entregar las siete toneladas de embutidos, carnes frías, quesos, lácteos y alguna que otra miscelánea que cabían en la bodega refrigerada del camión.

Chon era respetado por sus muchos años como conductor. Chon, “el mero–mero”, podía llevar su super camión de siete toneladas por las más estrechas carreteruchas de la Sierra Oaxaca, bajo la lluvia más atroz, circulando al borde de un desfiladero con la niebla más cerrada, mientras platicaba distraídamente, a gritos, los pleitos que tenía con su esposa por llegar tarde y borracho a casa.

Era sabido que cuando Chon ,“el mero-mero”, aparcaba su super camión de siete toneladas en uno de los pueblos perdidos en la Sierra de Oaxaca y los vendedores salían a visitar durante toda esa mañana o toda esa tarde, cuanta tienda, tiendita o tendejón hubiera en el pueblo para levantar un pedido, Chon acostumbraba a irse a la casa de su amante en el pueblo en turno para darle vuelo a su deshilachada hilacha. Chon tenía mucho pegue con las señoras de los pueblos por los que pasaba, pero nadie sabía por qué. El vendedor y su ayudante decían que era porque Chon las apantallaba con el supercamión de siete toneladas. Pero Chon decía que no, que su pegue era porque él era Chon, "el mero-mero”. Chon decía que él podía darle y a darle a una dama durante toda la mañana o toda la tarde o toda la noche. Chon decía que él era incombustible, por eso era “el mero-mero” y que por eso lo adoraban. Miguel, el jefe de ventas, era de la opinión que la fascinación de las señoras por Chon, consistía más bien en un erotismo reciproco sui generis entre él y sus amantes, ya que si a Chon no parecía importarle la voluminosa notoriedad de los pliegues en la panza de sus amantes, ni su mal aliento, ni sus mofletes sebosos, ni sus tetotas gordas y caídas, ni sus piernas obesas y varicosas, ni sus caras llenas de pelos ralos pero hirsutos; a ellas, sus amantes, tampoco parecían importarles las piernas corvas de Chon, ni su ombligo saltón, ni su metro sesenta de flacura, ni sus cincuenta y pico de años con arrugas, ni su calva mugrosa, ni sus dientes chimuelos y su nariz rota, ni sus manos grasosas, ni su olor a pescado descompuesto, ni su cicatriz en la mejilla.
Lo que si era verdad es que eso del “mero-mero”, no era un farol ni un fanfarroneo. Había veces que el vendedor y su ayudante, ya habiendo terminado de vender, descargar y cobrar, tenían que ir a buscar a Chon a casa de su amante y Chon todavía seguía dándole…y por darle y darle, se les hacia tarde para ir al siguiente pueblo…, y si se les hacía muy muy tarde, pues se quedaban a dormir en ese pueblo y si se quedaban a dormir en ese pueblo… pues Chon, vuelta a darle toda la noche. Por eso Chon decía que él era “el mero-mero” y por eso mismo, Miguel, su jefe y jefe de ventas de una distribuidora de alimentos en la ciudad de Oaxaca, le puso de sobrenombre “el polímero”.

Esa vez me acuerdo que Miguel decidió ir a supervisar al vendedor y al ayudante de la ruta 6 de ventas foráneas que cubrían la ruta Oaxaca – Huatulco - Puerto Escondido- Pochutla- Mihauatlán- Oaxaca. Chon, por supuesto, sería el conductor del camión.

Trece días habían pasado antes de llegar a Pochutla. Trece días habían pasado desde que Chon, Miguel, el vendedor y su ayudante habían iniciado el recorrido de la ruta. Atrás habían quedado Huatulco y Puerto Escondido con los pueblos intermedios y conexos de la Sierra. Era viernes antes del medio día cuando Chon aparcó su super camión de siete toneladas frente al hotelito de Pochutla.

Pochutla, famosa entre los gringos por estar cerca de la playa nudista de Zipolite, no es un pueblito de la Sierra Oaxaqueña. Pochutla es una ciudad-pueblo cafetalero en forma, de unos sesenta mil habitantes, con muchas tiendas y comercios. Por eso, la visita de ventas aquí, por lo general, les tomaba al vendedor y a su ayudante día y medio, y por eso Miguel, el vendedor y su ayudante, decidieron esta vez trabajar a todo vapor para terminar temprano el viernes, con la esperanza de dormir tranquilamente esa noche en Pochutla y emprender el viaje a Mihauatlán el sábado por la mañana.

Querían hacerlo de este modo para evitar el peligro que entraña la carretera en el tramo entre Pochutla y Mihauatlán. Querían evitar ese tramo porque por la tarde-noche se llenaba de asaltantes. Era muy peligrosa esa carretera (si ha dejado de serlo, no lo sé; pero en ese entonces era muy peligrosa). Era muy peligrosa, les digo, puesto que apenas una semana antes a este viaje, en esa misma carretera habían matado a otros compañeros de trabajo para robarles la mercancía de su camión. A los cuerpos de los compañeros - conductor, vendedor y ayudante -, los habían encontrado con mucho esfuerzo, escondidos y en estado de descomposición, entre la maleza de la Sierra.

Todos estuvieron de acuerdo con el plan. Quedaron de estar puntualmente a las 9 de la mañana del sábado en dónde el supercamión de siete toneladas, que se quedaría aparcado en la plaza de Pochutla, para salir temprano hacia Mihauatlán.

Chon a todo esto dijo que sí y se desapareció como de costumbre.

Miguel, el vendedor y su ayudante se pusieron a trabajar sin descanso el resto de la mañana y toda la tarde del viernes, y gracias a ello, el viernes a las primeras horas de la noche, pudieron terminar de vender y entregar absolutamente todos los embutidos, carnes frías, quesos, lácteos y alguna otra miscelánea que traían en el supercamión de siete toneladas. Lo que era una muy buena noticia. Vendida y entregada lo que restaba de las siete toneladas de mercancía en Pochutla, se ahorraban la visita a Mihauatlán.

Miguel, el vendedor y su ayudante, que estaban verdaderamente cansados después de trece días de ruta de ventas por la Sierra y un viernes de locos, regresaron al hotelito en donde se habían hospedado. Cenaron contentos unos tamalitos en el restaurante del hotelito, ilusionados por pensar en que para el sábado a media tarde, estarían de regreso con sus familias en Oaxaca. Además, les tranquilizaba saber que podrían cruzar por la mañana y sin mucho peligro la carretera que atraviesa la Sierra y que lleva a Mihauatlán.

Terminaron de cenar estos tres y se fueron a dormir, todos muy contentos.

Amaneció sábado. Miguel, el vendedor y su ayudante pagaron y salieron del hotel a las nueve y media. Habían quedado con Chon a las nueve en donde estaba aparcado el supercamión de siete toneladas, pero no les importaba el retraso. Conociendo a Chon “el mero-mero polímero”, ya sabían que saldrían pasaditas de las diez.

Cuando llegaron al supercamión, evidentemente, Chon no estaba. Dieron las diez y nada. Normal. Siguieron esperando. Eran diez y media y Chon no aparecía. Se hacía más tarde y de Chon ni rastro. No se desesperaron, porque a pesar de haber tomado sus debidas precauciones, no era la primera vez que esto sucedía. Le escena se repetía y se repetía en cada viaje.

- Estará dándole – comentó Miguel y ante la normalidad de su tardanza, se fueron a almorzar a un changarrito de la plaza unos huevos a la mexicana con café de ahí de Pochutla.

Terminaron el almuerzo y de Chon ni sus luces. Se pusieron a esperarlo agazapados a la sombra de un Pochote sufriendo el calor de Pochutla. Dieron las once, las doce, la una, las dos y media y de Chon nada.

- Adiós a llegar temprano a Oaxaca – dijo el ayudante.
- Igual tiene dos viejas en este pueblo, y les estará dando– dijo el vendedor.
- Igual tiene más de dos viejas en este pueblo y les sigue dando– le corrigió Miguel.

Ante tan nefasto panorama, y viendo la hora que era, decidieron ir a comer en el mismo changarrito la comida corrida que incluía ceviche y una cerveza.

Terminaron de comer y se les vino la tarde encima. Dieron las cuatro y media y Chon como si no existiera. Se preocuparon más por ellos que por Chon -que le estaría dando, como pensaban-, porque ellos no renunciaban a pasar en Oaxaca la noche del sábado y ya era la hora límite para atravesar la Sierra.

Dieron las cinco y media y cuando ya se habían resignado a quedarse una noche más en Pochutla, aparece Chon, “el mero-mero polímero”, escondido detrás de una sonrisa cínica enseñando su dentadura incompleta, visiblemente cansado, dándo traspiés con sus piernas corvas, rascándose la cabeza calva y ahora además, con ojeras.

-¿Qué pasó Chon? Tenemos todo el día esperándote - le dijo Miguel muy enojado.

- Es que fui en ca' de mi señor que tiene un bisnes por la playa del Zipolite, y el pinche gringo jijo de su no quería que me juera. Hace casi dos meses que no lo veía, y estaba muy reteencabronado el pinche güey. Quería que le diera razón y no sé cuantas mamadas - dijo Chon muy apesumbrado, con su voz aguda.

-¿Tú señor en Zipolite…un gringo? ¿Un bisnes con un gringo en Zipolite? Pero ¿Qué onda?¿Trabajas para él, Chon? ¿Tienes otro trabajo o algo así? - le preguntó Miguel enfadado como su jefe que era.

- N’ombre, no, mi señor no es mi jefe.- dijo Chon,“el mero-mero polímero”, medio riéndose tratando de contener el enfado de su jefe- Mi señor es un pinche gringo, un negro, que me ligue l’otra vez que vine, y 'ora cada vez que vengo pa' acá, voy pa’ que me dé por aí'. Nomás que hace ya harto tiempo que no nos veníamos y ‘ora que me vio, no quería dejarme ir. ‘Taba como engolosionado dándome, y yo ya no sabía como quitármelo de encima. Me tuve que juir,si no.Por eso ‘ora traigo el ojete que no me puedo ni sentar. ‘Toy rejodido.

- Ya ni la chingas, Chon – dijo Miguel totalmente aperperplejado– Tú con tus mariconadas y ahora vamos a tener que pasar otra noche en Pochutla.

- No, güey, ni madres – dijo Chon – porque si el pinche negro se entera de que voy a pasar la noche aquí, viene y me la vuelve a clavar. Vámonos y dormimos en el pueblo de La Candelaria – dijo casi suplicando – aí' tengo a una amiga viuda. Seguro que nos deja pasar la noche en su casa. Cenamos rico y a luego le doy yo a la viuda un rato por la mañana, que por eso soy Chon,"el mero- mero”.

No dijo más y se subió al camión.

Y Chon, "el mero-mero polímero”, condujo su supercamión de siete toneladas durante casi dos horas de noche por la Sierra, hasta el pueblo de La Candelaria, donde vivía su amiga viuda; con Miguel, el vendedor y el ayudante enfurruñados y temerosos sumidos en los asientos del camíon; contando a gritos una y otra vez sus chistes vulgares, escuchando su casete de música tropical; mientras platicaba los pleitos que tenía con su mujer por llegar tarde y borracho a casa; y se sobaba de cuando en cuando, descaradamente, su culillo adolorido.

jueves, 25 de septiembre de 2008

De huevos

Me levanto temprano con la típica perrez de las mañanas.
Me restriego las legañas para separarlas de su nido.
Me rasco los huevos, me desperezo.
Me asomo a la ventana, bostezo y miro:
Las golondrinas de ayer, se han ido.

Como todas las mañanas, me palpo la boca, me la reconozco y me digo:

- “Cuida lo que salga de tu boca”.

Como todas las mañanas.

Como todas las mañanas, camino despacio, camino hacia el baño, arrastrando mi alma, como sometido, escuchando el eco de todas las voces de los que me han precedido:

- “Cuida lo que salga de tu boca”.

Como todas las mañanas, llego al baño, mi destino.
Busco el espejo, abro la boca y en él, me miro.
Y otra vez, como siempre, encuentro ahí metidos,
a unos huevos acurrucados en su nido.

Y vuelta, otra vez, a preguntarme:
- ¿De qué carajos serán hoy estos benditos huevos?

Serán de gallina, por lo blanco,
pero no me confío, ya me ha sucedido.
Hay que esperar a que abandonen el nido.

Pueden ser de canario, con sus cantos enjaulados
de urraca agorera del brujo o la hechizera
de águila desplumada, en penacho de guerrero
de jilguero, mirlo o tzenzontle
(que hasta al Diablo alegran con sus trinos)
de gorrión vulgar por común y corriente
o del loro lenguaraz, loro maldiciente
del pirata rapaz de los mares de oriente.

Abro la boca y me miro en el espejo,
Y otra vez, encuentro, ahí metidos
a unos huevos en su nido.

Serán de gallina, por lo blanco.
Pero no me confío, ya me ha sucedido.

Pueden ser de dragón en cuento de leyendas
o de serpiente tentando al pecado;
de víboras y culebrillas durante el cotilleo
o de tortuga terrestre, lerda y aburrida.

Cierro la boca y otra vez y como siempre
achucho a los huevos
incubándolos con mi aliento.

Y los mimo mucho, con la boca cerrada,
para cuidar, como me decían,
de lo que pudiera salir por ahí, durante el día.

Pero…

Percibo de reojo los gestos del espejo
que los hace, como si me llamara.

Lo miro y me devuelve la mirada.
En silencio me habla y lo comprendo.

Hoy me pide, callando,
piedad, misericordia.
Hoy me pide para su propia historia,
una simple y llana felonía.

Vuelvo a mirarlo y con él me comprometo.

Voy al frigo, encuentro el bacon, abro el gas, saco la sartén, la pongo al fuego, echo aceite, saco a los huevos de sus aposentos, quiebro el cascarón y los frio, muy bien fritos.

Sean de lo que hayan sido
hoy me los zampo en el almuerzo,
a la salud del espejo,
aunque se me vayan por los cielos
los malditos triglicéridos.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Una meada de leyenda.

Justo el día en que Don Severiano fue sustituido por la muy severa maestra Doña Chonita para hacer las guardias en el baño de los niños, apareció el superfenómeno de las meadas infantiles: Jorge I “La Leyenda”.

Fue el baño de los niños el único bastión al que el matriarcado docente de mi escuela primaria nunca pudo tomar.

Según se entraba a nuestro centro de peregrinaje del orín y el escupitajo, una mampara de cemento lo demarcaba del mundo exterior. Era un espacio no muy grande, un tanto oscuro y poco ventilado, el cual parecía que por pertenecernos, tendría siempre que estar sucio, mojado y oliendo a lo indecible. Detrás de la mampara había un mingitorio en el suelo de tres metros contados de largo y unos veinte centímetros de ancho rebosado de inmundicias. Teníamos, además, los gabinetes de los excusados bien pintarrajeados con consignas en contra de los maricones, rimas altisonantes y dibujitos muy vulgares y libidinosos. En ese lugar así como era, se resolvían todos los asuntos de los alumnos de sexo masculino de mi escuela.

Ahí se enfrentaban los del 5ºA contra los del 5ºB, los del 6ºA contra los del 6ºB o los del 4ºA contra los del 4ºB. Estas broncas entre bandas rivales eran poco usuales, pero a decir verdad, eran las más impresionantes. También había las típicas broncas de uno contra uno por cuestiones personales; pero esas eran muy aburridas.

Las más crueles y habituales eran las que organizaban esas temibles bandas de los 4º,5º y 6º A y B con los alumnos de los 1º, 2º y 3º.

Estos mafiosos de los grados más altos nos reclutaban a la fuerza en el patio de la escuela como matoncitos en ciernes, preguntándonos:
-¿Eres del A o del B?
Una vez escuchada la respuesta nos llevaban arrastrándonos al baño y con amenazas nos obligaban a trompearnos, uno contra uno, contra los reclutas de la banda rival.
Estas broncas eran terribles, porque los pobres niños teníamos que pelearnos para salvar a la vez, el honor de la letra, A o B, y nuestro propio pellejo…y ay de nosotros si se enteraban las maestras.

Sin embargo, por el griterío que se escuchaba en el baño durante las peleas, las maestras se enteraron y decidieron poner a Don Severiano, conserje de la escuela, a vigilarnos.

Con la anuencia de Don Severiano, a los capos de las bandas se les ocurrió entonces la genialidad de organizar concursos de meadas en el baño de los niños, para contrarrestar, de este modo, la jugada autoritaria de las matriarcas.

El concurso consistía en pararse en el extremo del mingitorio y tirar el chorro de orín para ver qué tan lejos lo llegaba cada concursante. Los capos midieron la distancia del extremo del mingitorio desde donde se paraba el concursante hasta la parte que daba a la mampara de cemento, 3 metros, y empezaron el concurso un día indeterminado.

Llegaban los concursantes, se ponían en el extremo del mingitorio, tiraban el chorro y lo medían. Los clasificados eran los que lograban alcanzar los tres metros. Los que no, quedaban fuera del concurso y se veían obligados a abandonar el baño humillados escuchando sendos pitorreos en su contra. Los empates o pleitos entre aquellos que trataban de resolverlos orinándose los unos a los otros, los decidía Don Severiano.

Por eso decidieron cambiar a Don Severianio - que no le hacía honor a su nombre-, por Doña Chonita - mujer corpulenta de voz sonora, mirada impenetrable y paso firme que machacaba el suelo como nazi marchando por los ghettos de Varsovia.

Ese día, Jorge, pequeñito e inocente como eran todos los recién ingresados de 1º, llegó, y sin más, se paró en el extremo del mingitorio, el lugar de los campeones. Jorge, chiquito y esmirriado, preocupado por no mearse encima, se sacó su gallinita con la poca habilidad que tiene un niño de seis años para encontrarse su pitito detrás de la cremallera, sin prestarle mucha atención a las burlas que hacían los capos sobre su micro asunto, que además de minúsculo, estaba circuncidado.

Antes de que comenzara a orinar los capos preguntaron:

- ¿Eres del A o del B?

El chaval dando brinquitos para contenerse y con el pitito en la mano, no alcanzó a contestar y comenzó a orinar. Su chisguete cruzó raudo y potente los tres metros de mingitorio, subió la mampara de cemento de 1.60, atravesó el metro y medio que separaban la mampara de la puerta de entrada y fue a parar a las piernas y a la falda de la maestra Chonita que se encontraba haciendo guardia en el umbral de la puerta del baño. La algarabía fue mayúscula. Todos gritamos y, sorprendidos, aplaudimos la hazaña más que asombrados. La maestra, creyendo que se trataba de otra descarada afrenta, entró al baño como batallón antidisturbios para ver quién había osado a mojarla con agua - cosa que ella creía, porque no podía imaginar la potencia del cañón con el que nos habíamos topado.

Nadie dijo nada ante los gritos de la maestra. Mudos los del A y los del B de distintos grados, guardamos todos silencio para defender como hermanos al Faraoncito Jorge, Santo pacificador, César del baño y Emperador circuncidado, que permaneció inmóvil con los ojos muy abiertos, jugando nervioso con su pitito y soportando firme la intrusión de la maestra.

La maestra se batió en retirada, sin entender la magnitud de nuestra victoria. Salió furibunda del baño de niños, escuchando nuestras burlas y carcajadas seguida por Jorge, a quien sacamos en hombros.

Desde entonces las meadas se realizaron por pura diversión, sin afán de competencia. Ya nadie podía imponer su autoridad frente a la leyenda del héroe mítico que había defendido el bastión de los niños, meándose espectacularmente sobre el mismísimo brazo largo del la ley.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Relación elemental

Soy como el agua que limpia tu cuerpo
o como el aire que lo refresca.
Soy el fuego que te calienta
o la tierra que te acompañará un día.

Soy lo que quieras que sea
lo que deseas
sin renunciar por ello
a lo que es mío.

jueves, 28 de agosto de 2008

Un cuadro

Es un cuadro colgado en la pared. Trazos prisioneros en tela, marco y vidrio.

Ni expresión del alma con depuradas formas, ni pintura bella en marco bien labrado. Melodía sin ritmo. Alegoría en silencio. Color sin pena, lugar sin gloria. Un cuadro colgado en la pared que cuenta una historia aburrida, estática y monótona, sin intensión y muy escasa perspectiva, sin punto de fuga, en blanco y negro.

Herencia de utilidad poca y valía apenas justificada. Ser transmutado de intento de arte a mueble servil adscrito a una pared deslucida con necesidades de maquillaje.

Es un cuadro que aspira a figurar en la pared de un museo y en sus ansias, abrumado por el temor de ser percibido de reojo como accesorio de insignificante expresión, polvo y olvido; exige mi presencia frente a él como celador, mayordomo o escudero, ordenanza, comparsa o actor de reparto.

Es un cuadro colgado sufriendo la pared como encierro, al que miro reflejado en un espejo. Un cuadro que me hace sentir, para su consolación y mi malestar, eso y sólo eso: como un cuadro colgado en la pared.

jueves, 21 de agosto de 2008

Asociaciones aberrantes de una mente ociosa

La mente ociosa produce asociaciones aberrantes.
Lo tengo comprobadísimo con la mía.

Ejemplo:
Salgo en una camilla, boca arriba, con una rajada de 12 cm. en la espalda, cuarto tornillos de vanadio, platino y níquel y un injerto en las vértebras hecho con limadura de mi propio hueso. Traigo una sonda por detrás que me drena la herida. El pito intubado. La muñeca canalizada con un catéter que parece garrapata y un dolor que me lacera. Después de estar cinco horas en el quirófano inconciente con la mente ociosamente en blanco ¿Qué es lo primero que pienso al salir? Quiero un chuletón de Ávila.

Otro ejemplo:
A los pocos días después de haber salido del hospital, voy al dentista con un dolor de muelas de vértigo, acompañado por todo el cuadro arriba descrito (sin el catéter garrapatoso, ni el pito intubado, ni el drenaje por detrás, obviamente). Llego. Estoy en la sala de esperas sin hacer nada, sin pensar en nada, soportando la incomodidad del dolor envuelto en un corsé de plástico totalmente rígido, haciendo yoga casera para mantener la mente en blanco. Espero no sé que tanto, así, con la mente ociosa y mi caparazón de plástico. Entro, me pinchan las encías, me sacan la muela del juicio. Salgo apendejado por la conjunción de analgésicos y anestesias para la espalda y la boca. Veo una hormiga negra perdida en la inmensidad alba e impoluta del piso de la sala de esperas y qué hago: me pongo a contar los pinchazos que mi maltrecho cuerpo hubo de recibir durante ese mes: 110… y lo más absurdo, me pongo a recordar todas las veces que me ha picado algún tipo de bicho con aguijón.

Y ahí me tienen, camino a casa. Recordando a las hormigas rojas chiquititas y rabiosas que se me subieron sin deberlas ni temerlas y me mordieron como depravadas en el jardín de la casa de mi tío Paco en Jalapa y mismas que me dejaron las extremidades hechas un bulto ardiendo. O las rojinegras grandotas como de medio centímetro que se me subieron en el Rancho del tío Pepe cuando estaba abriendo una cerca en medio del fango y que por poco me comen los cojones ¡Cerca la bala! O las rojas grandotas de Teotihuacán que no me hicieron nada pero que miedo que me daban. O las marrones que se me subieron cuando estábamos perdidos mi primo, mi hermano y yo en medio de la selva y me dejaron los pies más jodidos de lo que ya me los habían dejado las ampollas que para entonces me habían sacado mis huaraches de llanta. O la avispa en Wichita Falls que me picó a traición por la espalda y me la dejó como de dromedario, por mover el avispero cuando estába saltándome la barda del vecino . O la garrapata que me pescó un nervio detrás de la rodilla y la muy cabrita seguía chupando sangre calientita y yo, mientras, soportando la lluvia fría de noche en pleno campo. O las chinches que se colaron de ilegales en unos sleeping bags una vez que se los presté al primo Alvar y que tomaron carta de naturalización en mi colchón desde el cual azotaron mi cuerpo durante varias noches hasta que murieron por los efectos de la guerra química que les lanzó mi mamá. O los piojos que nos consiguió nuestra querida Chabela y que tuvieron la misma suerte que las chinches.O el milimétrico bicho de abdomen inflado con mi propia sangre que me descubrí en el interior del muslo, para mi asco, una mañana en Mérida. O el acoso de los mosquitos trompeteros muchas noches en muchas partes del mundo.

Me acuerdo ahora de la vez que me caí en una ortiga y acto seguido me comieron los mosquitos en un campamento en Valle de Bravo, de esto hace ya dos y medio eclispses de sol. Cómo habría quedado que cuando regresé, mis compañeros de prepa empezaron a gritar que yo tenía lepra o sarna o sepa Dios que enfermedad hiper-infecto-contagiosa y que me regresara a mi casa (bola de miserables); y en el metro, con todo lo apretujado que uno viaja ahí, nadie se me quería acercar.

Pero, y todo esto ¿a qué viene?

Ah sí, les estaba poniendo a mi mente como ejemplo de las asociaciones aberrantes de una mente ociosa, pero creo, no sé ustedes, que se las debo para otro día.

miércoles, 20 de agosto de 2008

El ethos fáctico de Amby Okonkwo

Asomarse al universo de la información para ser concientes del mundo que nos rodea siempre deja un tanto de asco o un tanto de decepción. Los acontecimientos cotidianos transfigurados en agujeros negros de tristeza, engullen toda nuestra energía y nos impiden ver una luz de alegría más allá de toda esa miseria.

Así, todos los días nos tenemos que tragar a través y gracias a la tecnología de la información: los votos de castidad de los pederastas, las torturas de los descuartizadores, la crueldad de los asaltantes, los azotes de los machos, las tropelías de los narcotraficantes, la corrupción de los moralistas, la megalomanía de los políticos, las ambiciones imperialistas de los empresarios, el nacionalismo globalizado de los militares, la tacañería del perverso, la compulsión creativa de los tecnócratas; las prescripciones antidepresivas de los consumistas, la auto-deificación de los científicos, la codicia de los profesionales, el fanatismo explosivo de los terroristas, la basura de los teleoperadores, las prebendas y prerrogativas de los incompetentes, las manías de los jefes y las depresiones de los empleados, las obsesiones de los padres obsesivos, el caché de los niños malcriados y las aportaciones de algunos pseudo-pensadores.

Estos especimenes noticiosos se encuentran también en género femenino, pues igual que aquellos, andan por ahí dando brinquitos salpicándonos de esa mundanal porquería sendas beatas de postín, cortesanas de los negocios, monjas del sadismo y actrices de la falsa dignidad y la vulgaridad entre otras tantas etcéteras.

Además de toda la crudeza del mundo real, tenemos que pensar que no toda la información que recibimos es necesariamente cierta y que hay quienes quieren inducirnos a tener una incorrecta percepción de nuestro depauperado entorno, pues como dijo el muy respetable y gran pensador de la vida currante, mi querido amigo el Sr. Don Primitivo, ex portero de este edificio donde trabajo: “Estos (periódicos) nos hacen leer lo que ellos quieren que creamos”.

Estos elementos del manipuleo y esos sucesos de la vida real me hacen pensar en el mundo en el que realmente vivo, el mundo que percibo y el mundo compartido en el que me gustaría vivir. Por eso, independientemente de la crudeza de los sucesos, la veracidad de la información o de la fiabilidad los medios, me sorprendo ante la sencillez de esta noticia:

Un sin papeles nigeriano, Amby Okonkwo, que a 40º bajo el sol en Sevilla vende pañuelos desechables de carro en carro en la calle, para ganarse como máximo 15 euros al día; se encuentra una cartera con 2700 euros, credenciales y tarjetas, la entrega a unos policías y estos se la regresan al mensajero que la acababa de perder; y él en agradecimiento, le da 25 euros a su salvador.

Cierto es que no puedo menos que sentir ternura y admiración por Don Amby (“no hubiera podido gastar algo que no es mío. No va con mis creencias”), respeto por la honestidad de los policías y alegría por el mensajero; pero me obliga a reflexionar en lo escasos que debemos andar de algunos recursos éticos para que en este mundo de depredadores insaciables e intereses creados, un hecho de buena voluntad, sea noticia.

Es cierto, la esperanza, la caridad, la misericordia, la fraternidad, la honradez, la solidaridad y el altruismo, sentidos en el tuétano desde la cuna y no obrados por pose, interés monetario o manipulación oportunista, son frutos que esperamos del mundo y que afortunadamente muchos anónimos invisibles siembran, como Don Amby, con el ánimo y la convicción de lograr de facto, ese mundo menos sombrío y más de vida en el que a todos nosotros, el grueso de la gente, nos gustaría vivir.

miércoles, 13 de agosto de 2008

el azar y la necesidad

Ante la amenaza del azar y la necesidad cada uno busca sus refugios para sentirse menos inseguro.

Los racionalistas y analíticos con mentes de fundamento económico-administrativo basados en la irracionalidad de “e”, estudian cuidadosamente la institución bancaria en donde abrir una cuenta de ahorros de plazo fijo que le brinde un interés igual o mayor al que buscan los previsores inversionistas que reducen su incertidumbre de asociación institucional, en base a las estadísticas de la fenomenología casuística y el cálculo infinitesimal en las relaciones de eventualidad y probabilidad de un accidente, una enfermedad, una jubilación premeditada, ventajosa y alevosa o una muerte prematura (así “una”, como si la muerte fuera indeterminada).

Esta gente inteligente y racional que conoce los parajes y las épocas de apareamiento del dinero y que controla sus ciclos de reproducción y crecimiento anotándolos cuidadosamente en sus libros mayores y menores, en sus tablas de estadísticas, en sus estados de cuenta y en sus informes financieros, no saben ustedes la envidia que me producen.

Yo estoy negado para los números, y el dinero, según tengo entendido, tiene un componente genético de altas matemáticas y tiempo, que se traduce para mi corto entendimiento, en un sucedáneo de la teoría de la relatividad.

Como soy medio agnóstico ( y no por cuestiones que interesen a la divinidad; sino porque todavía no sé si lo soy o no lo soy; por lo que deduzco que más bien soy medio “hamletiano” ), y mi fundamento es la patafísica no cuantificable, tengo que recurrir a otros artilugios de análisis para reducir mi incertidumbre frente al azar y la necesidad, por ejemplo: el panteísmo agnóstico, la inducción premeditada de la suerte , la coincidencia bidireccionada de las percepciones diversas, la intencionalidad abúlica del yo-social, el silencio aúreo ( que no se qué es pero que suena rebonito), los prosaicos resultados de la lotería, la relación excluyente de los similares, la voluntad inclusiva del vacío existencial o la universalidad del egocentrismo (todos estos con sus respectivas excepciones, claro está).

Para mejor ejemplo, este modelo de análisis:

Hoy por la mañana, me aborda a la salida del metro una simpática gitana entrada en carnes, con una típica sonrisa gitana y con la edad suficiente como para engatuzar a un payo como yo, y me entrega, escrito en un volante, el siguiente paquete de inversiones:

Profesor Malik
35 años de experiencia
Gran ilustre vidente mágico africano con rapidez, eficacia y garantía.
Experiencia en todos los campos de la alta magia, soluciona cualquier tipo de problema por difícil que sea. Protección contra el mal, enfermedades crónicas. Conocedor de secretos y todos los casos difíciles como: depresión, amarres, negocios, quitar hechizos, recuperar parejas, encontrar trabajo, mantener puestos de trabajo, atraer personas queridas, limpiezas, quitar mal de ojo, quitar mala suerte, romper ligadura, impotencia sexual, ayuda para exámenes y suerte. Resultado garantizado 100% en poco tiempo. Si quieres conseguir una nueva vida y también todo lo que te preocupa, ¡Llama ahora!
Recibo todos los días de 8 h a 22 h.
Resultados en 7 días
Bus: 34-35 Metro Urgel (línea 5) tel. 634 965 121

El paquete de inversión es bastante completo, pero es algo irreal, por tres razones sustanciales de excepción:
a) ¿Por qué pone a una gitana a repartir volantes para que lo llamen si puede de antemano adivinar quien lo va a visitar?
Respuesta: porque no es bueno en lo que hace.
b) Si es tan eficaz en cuestiones de adivinación y es conocedor de secretos y de todos los casos difíciles: ¿Por qué no se adivina él mismo el curso de su propia pecunia, se hincha de dinero y se quita de trabajar?
Respuesta: porque no es bueno en lo que hace.
c) ¿Por qué invita a la gente a conseguir una nueva vida y también todo lo que les preocupa?¿No sería mejor ayudarlos a conseguir una nueva vida deshaciéndose de todo lo que les preocupa?
Respuesta: porque al parecer sólo es bueno consiguiendo preocupaciones.

Afortunadamente, gracias a mi análisis patafísico no cuantificable me doy cuenta que este no es un buen paquete de inversión para reducir la incertidumbre frente al azar y la necesidad.
Espero que ustedes coincidan conmigo.

martes, 12 de agosto de 2008

de maneras de fisgonear y sorprenderse

De chiquito me inventé el juego de descubrir mundos paralelos y hoy convivo con esta manía que tengo desde entonces, ni modo.

Empecé mi afición jugando a mirar a través del cristal de la ventana; pero tratando de encontrar, al mismo tiempo en el exterior, mi imagen reflejada en el cristal. Era como verme desde mi casa, afuera en la calle, en un espacio mágico y virtual.

Y así andaba yo en aquel entonces, fisgoneando a través del minúsculo mundo distorsionado y en movimiento de las gotas de lluvia deslizándose por los cristales de los coches, o mirando a través de los líquidos en los vasos los objetos “quebrados” moviéndose en dirección contraria , o a través del arco iris en los cristales de las botellas, u observando por detrás de los lentes de las personas miopes e hipermétropes. Me encantaba meterme en el infinito de los espejos puestos frente a frente, ver a mi sombra reflejada en el espejo o en las ondas del agua; mi doble personalidad cóncava-convexa-patas-arriba-patas-abajo en las cucharas, descubrirme como espectador y actor en los reflejos de los cristales en los escaparates, o como ente observado en los ojos de los gatos, pasajero en las carátulas de los relojes o artículo de decoración en las joyas de las personas. Me emocionaba descubrir los mundos amplificados de las lupas, de los prismáticos de juguete.

Todavía hasta la fecha, les digo, me encanta sentir, imaginar y encontrar que existen otros mundos con otros momentos paralelos al nuestro. Me gusta ver pasar a un referente y observarlo con atención para imaginarme su vida, su proceso, nuestros puntos vinculantes, nuestros puntos excluyentes, nuestra interrelación pasada, nuestro momentum o pensar en nuestras finitas probabilidades dentro de nuestras infinitas posibilidades.

Hoy en día, ya crecidito, mi sofisticación por descubrir esos mundos va un poco más allá. Además, claro está, de las lecturas, las pláticas y los viajes, existen unos aparatos de fisgoneo que me producen una especial erótica de vida: los caleidoscopios, los teleidoscopios, los telescopios, los microscopios, los endoscopios y los ecógrafos.

El caleidoscopio me produce una sensación de onanismo virtual, porque es como una síntesis de toda mi experiencia en lentes y reflejos. Mi papá me ayudó a construir mi primer caleidoscopio y desde entonces me erotiza encontrar, en la simplicidad de un cilindro con tres espejos, dos cristales y unos cuantos abalorios, una infinidad de reflejos reproduciendo los fractales del universo en un infinito encerrado en sí mismo, en donde con un mínimo giro se puede reproducir al mismo tiempo una galaxia o un cristal de hielo. Se me figura un telescopio o un microscopio Escheriano en donde se observa in vitro una sucesión Fabonacci. El caleidoscopio es para mí, un espejo psicológico para mirar lo que es la mente conectada con el universo.

El teleidoscopio, por otra parte, es como una psicodelia natural sin aditivos ni conservadores. Me parece, en este sentido, el mejor distorsionador de la realidad que puede haber. Cuando ves a través de este aparato te piras sin drogas a tu interior y observas la realidad como el ojo único. Es como un LSD divertido e inofensivo.

Los telescopios me encantan porque me abren las puertas al universo. Me fascina esa sensación de poderme acercar a lo distante, contraponiendo mi transitoria pequeñez a su inacabable inmensidad. Con unos simples prismáticos con los que le pueda ver las verrugosidades a la luna ya me prendo; como me prendí, hace dos glaciaciones, cuando mi papá, en la azotea de nuestra casa, con un telescopio rudimentario, me mostró las lunas de Júpiter.

Lo mismo me pasa con los microscopios; pero al revés: sentir la infinitud inimaginable de lo ínfimo. Fue mi padre, también, con su ahora ya senil microscopio, quien me introdujo a esos mundos de los tejidos celulares y organismos unicelulares patógenos nadando felizmente en su medio inmundo. Hace poco tuve la oportunidad de asomarme a los mundos moleculares a través de un microscopio electrónico en la Universidad de Politécnica de Madrid: ¡Qué pasada!

Y por último, los endoscopios y los ecógrafos, que son una maravilla para mirar dentro del cuerpo humano la asombrosa fuerza de la vida en el universo, y sirven para crearte ese silencio vasto y divino de reciprocidad entre la mente y el cuerpo, entre lo interior y lo exterior, cuando estas viendo a tu hijo crecer dentro de su madre.