martes, 24 de marzo de 2009

Dos veces Dreyfus

Para un militar ha de ser sumamente triste y humillante ser despojado de sus galones y ver roto su sable en una ceremonia de degradación ignominiosa. Peor ha de ser esa humillación si se es despojado de tales honores por motivo de una flagrante injusticia.

Eso habrá sentido el Capitán de artillería del ejército francés Alfred Dreyfus, un judío nacido en Mullhouse, Alsacia, cuando en 1894, fue acusado injustamente de espionaje usando como prueba en su contra una carta sin firma, manuscrita con una letra que se parecía a la suya, en un juicio que, por su marcada tendencia anti-judía y notorias irregularidades procesales, enfrentó a toda la sociedad francesa de su época. Dreyfus fue degradado y confinado a la Isla del Diablo, en la cual sobrevivió 12 años. Después de todos esos años, tras otro juicio, lo exoneraron, recobró sus galones, sirvió con orgullo a su Patria en la Primera Guerra Mundial y se retiró con honores del ejército francés como Teniente Coronel.

Si, pero, ¿Pudieron orgullo y honores borrar de su dignidad la secuela de la ignominia?

No había reparado en ello hasta que un día observé el Ajusco completamente nevado. Ese inusual espectáculo me trajo recuerdos inolvidables. Bueno, para ser exacto, solo dos.

El primero es aquella vez que salimos tres días de campamento mi papá, mis dos hermanos - Pepe y Jorge -, y yo mismo.

Salir de campamento fue un atavismo reservado a la parte masculina de mi familia lo cual siempre empezaba por el establecimiento de una fecha de salida y continuaba con un protocolo de actuación implícitamente sabido por todos: planeación, convocatoria, movilización, abastecimiento de víveres y pertrechos. Desarrollo de las operaciones: caminata dando largos tragos a la bota sin justificación alguna, descansos para dar tragos a la bota con justificación, reanudación de la marcha, pérdida de la ruta, cambio al modo “brujulazo” - o sea, cargar 25 kilos en la espalda, en medio de la maleza y abriendo camino a punta de machetazos, junto a la vereda que serpenteaba en la misma dirección que llevábamos-; motín del contingente por ese motivo y recomposición del orden por lluvia o hambre. Llegada al sitio de acampada: establecimiento del campamento, recolección de leña, encendido del fuego, preparación de la cena, degustación de las enchiladas de pipián de la abuela - que más parecían chilaquiles por el deplorable estado en que llegaban-, preparación del café con asientos y cenizas, sesión de chistes groseros, albures prosaicos y vulgaridades diversas, observación abducida de la fogata y las estrellas envueltos en zarapes de Saltillo, “fogonazos” de tequila, recogimiento para la exhalación de los gases sobrantes, meada tardía y sesión de ronquidos en las casas de campaña.

Sin embargo, el placer producido por el atavismo de los campamentos era un sentimiento más profundo que la mera complicidad en convivencia asilvestrada entre los hombres de la familia. Era reivindicar y aceptar las diferencias y la personalidad de cada uno de nosotros, reconociendo nuestras capacidades e ingenio en un especie de rito cuya iniciación se daba a los 10 años, cual Khatan, para los musulmanes o Berit Milá para los judíos; aunque en un plan, como ya dije, mucho más irreverente y desfachatado.

Por unos días, uno de niño en esos campamentos obtenía un lugar no cuestionado en su manada, durante los cuales podía vivir, sin enjuiciamientos, a voluntad y con desenfado la experiencia de su ser en libertad… o al menos eso significaban los campamentos para mí y eso sentía yo.

En aquél campamento de 1974, Jorge tendría unos 11 años, casi recién iniciado, Pepe 19 y mi papá 32 más que yo, que tenía 14. Decidimos hacer un campamento al Pico del Águila, la punta del Ajusco, de unos 3 000 metros de altura, a la que según mi papá, subía y bajaba él, de joven, en un solo día. Cosa que requiere una gran resistencia física porque la pendiente es casi del 60% y hay que caminar unas tres o cuatro horas hasta alcanzar la cumbre.

Aquella vez el protocolo de actuación se cumplió rigurosamente. Llegamos a las faldas del Ajusco, nos echamos el equipo al lomo y empezamos a caminar con el ánimo que da el placer de hacer lo que a uno le gusta. Caminamos en llano poco tiempo y empezamos a subir la pendiente a eso de las 10 de la mañana. No había que estudiar mucho el terreno porque casi todas las veredas iban para arriba.

Después de un buen rato, ellos tres caminaban con fuerza y yo no les podía dar alcance. Me sentía cansado. Me fui deteniendo para descansar y ellos para esperarme. Caminábamos, me retrasaba, pasados unos minutos, llegaba hasta a donde ellos estaban, reanudábamos la marcha y vuelta a empezar. La escena se repitió varias veces, así es que recibí varias reprimendas y reproches de su parte. Seguí caminado a duras penas tratando de sobreponer con voluntad el cansancio, pero mi cansancio fue transformándose en debilidad, en desgano, en desánimo, en más debilidad, en más desgano y en más y más desanimo hasta que sufrí un ataque de apatía, pero aunque suene contradictorio, de apatía involuntaria.

Imposible moverme. Imposible dar un paso. Imposible siquiera quitarme la mochila. Estaba sólo en el bosque, sentado en la tierra, con la mochila como respaldo, acomodado en la pendiente, tratando de llenar los pulmones de aire, intentando evitar que la apatía que me dominaba se convirtiera en abulia. Quería seguir adelante para continuar la marcha con mi papá y mis hermanos, pero no conseguía ponerme en pie, ni siquiera de rodillas. El tiempo pasó, me lo fui consumiendo. Cuando se camina por el bosque en un grupo no muy bien jerarquizado, siempre existen diferentes tiempos de marcha. Unos van más rápido que otros. Algo dentro del inconciente homínido de los más adelantados les recuerda que vienen otros más lentos detrás. Hacen un alto y esperan. Esperan intuitivamente un tiempo, si no llegan, regresan a buscarlos. Al principio los tres adelantados me dieron voces para ver si les contestaba. Yo ni eso podía hacer. Me esperaron gritando casi una hora. Demasiado tiempo para esperar en el bosque. Regresaron a buscarme. Cuando me encontraron seguía tirado, recargado sobre mi mochila, como ido, viendo a unos pajaritos en un árbol, y para mi cruel desgracia, aquel ataque de abulia fue confundido por ellos con una actitud de bucólica beatitud de mi parte.

Recuerdo que escuché decir a uno de mis hermanos: “Míralo ahí está”. Yo volteé la cabeza buscándolos pendiente arriba y aprecié sus siluetas inquisidoras a contraluz. Uno de los tres, dijo: “Si no querías venir te hubieras quedado en la casa, nos estás haciendo perder el tiempo, huevón”.

Yo no podía con mi alma y mi cuerpo no podía conmigo, estaba totalmente desfondado. Mi papá se acercó hasta donde yo estaba, me revisó, me tomó el pulso y sin decir nada ordenó que me ayudaran. Me ayudaron con la mochila camino arriba, cosa que los engrandece y se los agradecí, ni que decir, por lo arduo del trayecto. Con mucho trabajo por mi estado, pudimos llegar muy tarde hasta la cima. No pude hacer gran cosa después. Yo me sentía mal conmigo mismo, mal físicamente y mal con ellos. Por lo que representaban para mí los campamentos, sentí como degradación, las ironías de tres días, los silencios que se hacían a mis comentarios y las miradas que desde el rabillo de los ojos me confinaban, simbólicamente, a la Isla del Diablo.

Ahí fue la primera vez que me sentí Dreyfus: Degradado y señalado. Nunca fue mi intención pararme para sabotear la marcha, ni para llamar la atención, ni para ganar protagonismo, o para dejar de cumplir con el “protocolo de actuación”, como me dijeron ahí y continuaron diciéndome mordazmente unos días después, ya en casa. Lo que me pasó es que simplemente mi cuerpo no me respondió, no pude imponerle mi propia voluntad, no dio más de si. A quien le haya pasado algo parecido entenderá a lo que me refiero.

Semanas después, sin embargo, como Dreyfus, fui exonerado con honores y pude regresar de mi confinamiento en Isla del Diablo. Había sufrido, a 3 100 metros de altura, una anemia galopante originada por una infección renal que me sacó de circulación los siguientes seis meses.

Fui exonerado, si, pero, ¿Pueden orgullo y honores borrar de la dignidad la secuela de la ignominia?

Esta vez, si.

El segundo recuerdo que tengo fue esa vez que llevé a mi hijo a pasear al Ajusco, mucho tiempo después de aquel campamento, pero poco tiempo después de mi divorcio.

Carlo se había quedado a dormir conmigo uno de esos fines de semana que “le tocaba”, de acuerdo con el convenio de divorcio. Yo no tenía dinero y no sabía que hacer ese domingo. Después del divorcio siempre me sentía triste por no poder invitar a mis hijos a comer o a salir y era como un poco deshonroso para mí tener que explicarles sistemáticamente esa situación. Carlo, siempre perceptivo, y tal vez porque ya había sido iniciado en el rito de los campamentos, me pidió que lo llevara al Ajusco. El detalle me gusto, por todo ese atavismo que me domina.

Existe en el Ajusco el cráter de un volcán, al cual se puede acceder fácilmente después de una caminata leve. Pensé que sería una experiencia nueva para él y decidí, honrado y orgulloso, llevarlo para que lo conociera.

Llegamos y estacioné el coche en una escampada. A paso ligero sorteamos algunas casas, atravesamos los sembradíos, nos cruzamos con personas poco amables y empezamos a subir el cerro que alberga al cráter.

“En el Ajusco, la gente es mala, muy mala” ¡Ay! cómo me acuerdo siempre ahora, y cómo no recordé esa vez las sabias palabras de nuestra ex vecina Paloma que era dueña de un rancho en el Ajusco y que tenía que lidiar con las gentes de la zona casi a diario.

Seguimos andando, yo adelante y Carlo detrás. El lugar estaba solo, aunque se oían voces de personas a lo lejos. En el campo, el viento lleva los sonidos más lejos que en la ciudad, por eso que se escuchan tantos sonidos tan cerca. Seguimos subiendo rápidamente y llegamos al cráter en un santiamén. Es una formación geológica muy interesante: un cono invertido casi perfecto de unos 20 metros de diámetro en el fondo, unos 70 en la parte de arriba y de unos 30 o 40 metros de profundidad, bordeado por pinos y la típica vegetación de un bosque de coníferas. “No vamos a bajar porque luego va a ser una joda el regreso para ti, si me tienes que cargar”, le dije y él se rió. Empezamos a caminar alrededor del cráter. Encontramos a una pareja sentada sobre una manta que parecía estar haciendo un picnic a escondidas. Evidentemente eran gentes del lugar. Nos acercamos y los saludamos. A mi me pareció muy extraño que el muchacho tomara un machete que tenía a mano y lo deslizara por debajo de la manta, pero sin soltarlo. Como raro me pareció también que su respuesta a mi saludo fuera más fuerte de lo normal y que apareciera de entre unos matorrales otro chavo. Cruzamos miradas como evaluando nuestras fuerzas y sin más, continuamos nuestra marcha. Perdimos de vista a aquellos tres y continuamos caminando hasta que llegamos a una bifurcación. Dudé en la dirección que debía seguir. Por uno de los dos caminos, se acercaba otro hombre, también, evidentemente del lugar. Me adelanté unos pasos. Carlo se quedó tres o cuatro metros por detrás de mí. Pregunté al hombre: ¿Para bajar? El se echó la mano a la espalda y me respondió: “Por allá atrás, pero por lo pronto te vas hincando y me vas dando lo que traes encima, porque si no, te doy yo con lo que traigo encima”.

Reviré y ví a Carlo indefenso, tieso, con los ojos enormes y la boca abierta entendiendo perfectamente lo que estaba sucediendo: estaba siendo asaltado y su vida estaba en peligro. Sentí de nuevo la ignominia, como Dreyfus en su ceremonia de degradación, por la evidente denigración que estaba sufriendo mi hijo en su dignidad.

Sentí mucho dolor y rabia, pero no miedo. Pensé: su vida o la mía, pero la de mi hijo, no.

Humillado, me hinqué lo más cerca que pude de sus piernas, por si tenía que derribarlo y me saqué la cartera del bolsillo. Se la dí. Él la revisó. Empecé a hablar con él para distraerlo.

-Déjame la licencia, ya vez que chinga es volver a sacarla. Le dije.

No me hizo caso. Fue tirando lo que no le interesaba, que fue prácticamente todo, porque no traía casi nada de dinero. Yo iba recogiendo mis pertenencias.

- ¿No traes tarjetas?
- No. Hombre, no ves que estoy más que jodido, sino, no hubiera venido de paseo por acá – tragué saliva.
- ¿Cadenas, relojes, a ver?
- Una cadena con un pequeño colgante de 18 kilates y un reloj. Ten la cadena, pero el reloj no te va a servir porque tiene una inscripción muy personal por detrás.

Se los di y miró el reloj por atrás. Me frunció el seño y yo le hice una seña con los hombros como diciendo “te lo dije”.

- A ver la otra bolsa.

En aquel entonces yo traía siempre conmigo un rosario de mi abuela, que usaba como amuleto de la buena suerte.

-¿Y esto? ¿Me vas a decir que eres cura y sacaste a pasear al monaguillo?
- No. Es un regalo de mi abuela. Me protege. Cuando me lo dio, me dijo que me acordara que un día, tarde o temprano, todos tendremos que rendirle cuentas al Señor.

Me miró con odio y me regresó el reloj y el rosario.

- Pa’ que veas que no soy tan ojete- dijo
- Gracias - le respondí
- ¿El niño? – dijo como si nada.
- ¿Qué pasa con el niño?- pregunté muy serio.
- ¿Qué trae?
- Él no trae nada- le respondí apretando los dientes y con odio. Me paré sin pensar y me puse entre Carlo y él.

Carlo, inteligente como una ardilla, abrió su “cangurera” y, sin enseñarle su navaja suiza, le mostró un montón de papel de baño que llevaba en ella.

- Sólo traigo esto, por si las moscas – dijo.

- Por ahí - dijo el mal nacido mostrándonos el otro camino.

Ya a cierta distancia de él le pregunté: ¿A ver, con qué nos ibas a dar? Sacó de la parte de atrás un machete y nos lo enseñó con el aire cuando uno se siente superior.

Regresamos más pronto que rápido al coche, nos subimos y regresamos a ciudad los dos mudos.

Estacioné el coche en una calle y permanecimos en silencio, viendo para afuera, llenando el tiempo con vacío.

Recapitulé todo lo sucedido y decidí, avergonzado, que lo mejor era autoexiliarme a la Isla del Diablo.

- Siento haberte puesto en peligro, hijo. No debí haberte llevado.- le dije.

Carlo me exoneró con honores diciéndome:

- Yo te pedí que fuéramos al Ajusco y estamos vivos, gracias a tí, papá.

Fui exonerado, si, pero, ¿Pueden orgullo y honores borrar de la dignidad la secuela de la ignominia?

Esta vez, no.

lunes, 23 de marzo de 2009

Los ángeles

Cuando se alinea el universo suceden cosas inesperadas, sorprendentes, emocionantes, inolvidables.

Por eso es que hay que estar siempre atentos. Porque de vez en cuando, los ángeles bajan al mundo y hacen que el universo empiece a actuar en nuestro favor.

Pero hay que estar siempre atentos, para saber cuándo bajan los ángeles a alinear a nuestras almas con el universo.

Yo lo digo porque tengo pruebas.

Miren si no.

Andaba yo de divorciado en esas de reconstituirme en solitario alejado de las mascaradas sociales y harto de mi consuetudinaria monotonía, cuando no sé porqué ni en qué momento, después de sepa dios cuanto tiempo hacía atrás que no lo veía, un buen día, volvió a aparecer Jesús Carmelo en mi vida.

Jesús Carmelo es otro solitario, como yo, a quien frecuenté mucho tiempo durante mi adolescencia. Jesús tuvo que ver con mi adolescencia, y tuvo que ver mucho, pues he de decir que prácticamente gracias a él yo sé tocar, lo que sé, de piano. Jesús Carmelo es una de esas personas a las que se le recuerda bien o mal; pero se le recuerda siempre. Jesús Carmelo un buen día, les digo, desapareció de mi vida de adolescente y otro buen día, tiempo después, no sé en qué momento ni porqué, volvió a aparecer en mi vida de adulto divorciado, monótono y solitario, igual de intenso e igual de desprendido como él es.

Por eso es que hay que estar siempre atentos. Porque de vez en cuando, los ángeles bajan al mundo y hacen que el universo empiece a actuar en nuestro favor.

Miren si no.

El día que me lo encontré, Jesús Carmelo me saludó como si el tiempo no hubiera pasado y el día que quedamos para tomar café y cotorrear, Jesús Carmelo me dijo que seguía ganándose la vida tocando el piano en un lobby de un hotel de lujo. También me dijo que necesitaba a alguien que lo cubriera porque a veces le salían unas tocadas extras mejor pagadas en alguna fiesta por la noche y no tenía quién lo cubriera en el lobby. Jesús Carmelo me propuso que lo cubriera tocando el piano en el lobby del hotel, mientras él se hacía de un dinero extra en alguna fiesta.

Así quedamos, así lo hicimos y el universo se empezó a alinear sin que me diera cuenta que me rondaban ya los angelitos.

Así quedamos y así le hicimos, les digo: iba yo a tocar al lobby del hotel aquel, de vez en cuando, un viernes o un sábado por la noche o un domingo a media tarde y el me pagaba algo. La paga era simbólica, pero la cura mental de romper con ciertas manías y tradiciones, haciendo lo que más me gusta, era para mí, un tesoro.

Seguimos viéndonos de vez en cuando Jesús Carmelo y yo para seguir platicándonos nuestras vidas. La vida de él con los eternos problemas del divorciado a quien no le permitían ver a la hija, como la mía; y la mía, un bucle de monotonía en solitario, como la de él. Ambos pringados y sin dinero, además.

Por eso es que hay que estar siempre atentos. Porque de vez en cuando, los ángeles bajan al mundo y hacen que el universo empiece a actuar en nuestro favor.

Miren si no.

Otro día Jesús me dijo que no quería verme tan jodido. Me dijo, que si íbamos a estar los dos pringados, que lo mejor sería que por lo menos uno de los dos estuviera bien. Jesús me dijo que le habían propuesto un trabajo por las tardes entre semana y también los fines de semana, tocando el piano en el cafecito de un centro comercial por el sur de la ciudad; que él no podía ir, porque no podía dejar el trabajo de pianista asalariado que tenía en el hotel, pero que fuera yo, porque el dueño del cafecito aquel no tenía ni idea de cuánto se le pagaba a un pianista y que por eso mismo le podíamos dar un buen sablazo a ese pobre hombre.

Al otro día fuimos a ver a este desafortunado y gracias a la verborrea tan bien cuidada de Jesús Carmelo, quedé contratado. Tan buena fue la verborrea de Jesús Carmelo que quedé contratado con un salario exorbitado para un pianista de tercera, como yo. Quedé contratado, gracias a Jesús Carmelo para tocar el piano en el café ubicado en el corredor de un centro comercial “popis”, a la vista de todos, de seis en adelante, todos los días.

Por eso es que hay que estar siempre atentos. Porque de vez en cuando, los ángeles bajan al mundo y hacen que el universo empiece a actuar en nuestro favor, como esta vez que pusieron a Jesús Carmelo de intermediario para que alineara al universo y me consiguiera un trabajo ideal para mí, porque lo podía combinar con mi otro trabajo de vendedor, con lo cual, sacaba yo doble paga. Yo, en agradecimiento, le dije a Jesús que le podía pasar parte de mi salario de pianista, por el favor, pero el me dijo que no, que así por lo menos uno estaría menos pringado que el otro. Insistí e insistió: no.

Los ángeles bajan, y nos alinean con el universo. Es cierto, es cuestión de estar atentos.

Sigan viendo si no.

Empecé, pues, a trabajar tocando el piano en este centro comercial, gracias a Jesús Carmelo, de las seis a las diez de la tarde, todos los días, de lunes a lunes. El universo se alineó y mi mente empezó a curarse, a relajarse, a fluir libremente alejada de las monotonías y las mascaradas sociales que tanto me abrumaban y me deprimían. Tocando el piano para otros, poniendo al servicio de los otros ese escaso talento que tengo como pianista, me fui reconstituyendo. La gente se acercaba, se quedaba a escucharme, tarareaba, recordaba o se conmovía con alguna de las canciones que estaba tocando, me dejaba alguna propina, platicaba conmigo sólo por platicar. Gente de todas las edades pasaba y me hacía algún comentario: señoras grandes con sus nietos, jóvenes buscando ligue; matrimonios aburridos buscando en dónde gastarse el estatus social; padres de familia buscando alternativas para sus hijos, para ellos mismos; solteros, solteras, buscándose y rechazándose; gays, lesbianas; famosotes pretendiendo ocultar su pedantería detrás de unas gafas y una gorra; ñeros y nacos tratando de pasar de incógnitos.

De todo pasaba a diario por ese café.

Los ángeles bajan y nos alinean con el universo, les digo, tengo pruebas. Vean si no.

Todo el universo se encontraba para mí en ese cafecito: mi mente fluyendo, y yo regio, tocando en él, gracias a la generosidad de Jesús Carmelo, además, tomándome capuccinos dobles ad libitum y sin tener ni la más romota idea del ángel que bajaría a llenarme el corazón de fe, de esperanza y de amor para alinearme con el universo de por vida.

Vean si no.

Un domingo, a media tarde, cuando estaba tocando tranquilo en el cafecito, un señor de unos cuarenta años se acercó y me dijo:

- “Maestro ¿Podría mi hija sentarse junto a usted? A ella le encanta el sonido del piano y quisiera que lo escuchara más de cerca. ¿Le molestaría si se sienta aquí junto a usted para escucharlo tocar?
- No para nada –será para mí un gusto - le dije.

El hombre fue a su lugar, en donde estaba su familia y trajo a su niña. Una adolescente de unos doce o trece años, en silla de ruedas con parálisis cerebral. Pidiendo permiso a todos los que estaba ahí, la colocó junto a mí.

- Esta es mi hija. Mi hija entiende perfectamente todo, sólo que no puede moverse – me dijo.
- ¿Y qué quiere que toque? – le pregunté con un nudo en la garganta y el corazón encogido.
- Lo que usted quiera. Toda la música le gusta. El piano lo que más.

Empecé a tocar y la niña a moverse, a contorsionarse de alegría como se contorsionan cuando están felices, las personas que tienen una severa parálisis cerebral. La niña empezó a hacer sonidos guturales para expresar su alegría y yo tocando para ella. Yo sentía las miradas de la gente a nuestro alrededor mirándome sorpendida, enternecida, agradecida. Yo sentía como el ambiente se iba llenando de emoción, de respeto, de admiración y de ternura. Los meseros, por su parte, se olvidaron de servir, se quedaron inmóviles y enmudecidos, mirando también. El papá de la niña, emocionado hasta las lágrimas por el momento de felicidad que estaba permitiéndose dar a su hija, me miraba agradecido desde su mesa, junto con su esposa y su otra hija. Y la niña feliz, cantando a su manera, mientras yo tocaba el piano con el corazón, para ella, mi ángel, llorando sin recato, sin poder evitarlo.

Así estuvimos un rato, veinte minutos tal vez. Después, se fueron.

- Muchas gracias, maestro – me dijo el papá, como despedida.

Todos me aplaudieron.

Poco tiempo después de esta experiencia angelical, el dueño decidió prescindir de mis servicios como pianista y para bajar costos, colocó un aparato de sonido como música ambiental. No me importó. Salí de ahí, con mi alma en armonía de por vida con el universo, dispuesto a estar atento y consciente de todas las pequeñas que me suceden, pues aprendí, me enseñaron, que todas las cosas, por pequeñas que sean, van hilándose hasta volverse sorprendentes, emocionantes e inolvidables. No me importó, porque salí de ahí, sabiendo lo mucho que con muy poco se puede dar. Aprendí, que poco importa en dónde estemos, porque siempre estamos en medio del universo, en nuestro propio lugar. No me importó salir de ahí, porque aprendí, me enseñaron, que los ángeles verdaderamente bajan a alinear a nuestras almas con el universo, pero que hay que estar siempre muy atentos.

Ahí están las pruebas para ustedes y para Jesús Carmelo y la niña, desde aquí: muchas gracias.

martes, 10 de marzo de 2009

la doxa y la patafísica

Me encantan los mundos patafísicos. Esos mundos en donde todo es anormalidad, en donde la regla es lo extraordinario. Esos mundos en donde el principio de la unidad de los opuestos se convierte en un universo complementario lleno de excepciones. En donde la anormalidad está plenamente justificada y aceptada y la regla es solamente lo extraordinario, lo inusual, lo poco común, lo raro, la excepción. Me encantan esos mundos patafísicos en donde no se compara lo particular con lo general y donde la generalidad y la universalidad quedan excluidas. Donde no es posible la teorización de sus contenidos, ni la teorización de ningún otro aspecto en particular y que cuando se teoriza sobre alguna particularidad, esto es solo una excepción.

Me encantan esos mundos en donde la fenomenología de todo aquello que se encuentra alrededor de lo que esta después de la Física, se vuelve un universo de posibilidades infinitas dentro de un mundo de posibles probabilidades, donde las leyes son impensables aunque excepcionalmente posibles e improbables y las soluciones son siempre imaginarias.

Por eso me encanta la doxa, porque sirve para descubrir esos mundos patafísicos.

Doxa, (δόξα) significa creencia común u opinión pública. Los retóricos griegos definían a la doxa como el uso de la opinión común para la creación de un argumento. La doxa es un recurso de la persuasión. De esa palabra aún encontramos vestigios en otras palabras como heterodoxia u ortodoxia.

Por eso me encanta la opinión de la personas, su doxa. Por eso me gustan las opiniones y todo aquello que los otros tienen que decir.

Me encanta cuando esa opinión, esa doxa, brota libre e inconcientemente, ad libitum, sin pensar. Como cuando se está en una fiesta, en un bar o en un autobús, o como cuando las personas hablan consigo mismas. Cuando la gente no se da cuenta de lo que dice o dijo. Cuando se les sale un lapsus brutus. Me encantan esas opiniones que da la gente cuando no se siente acosada, cuando tiene la guardia baja, cuando no siente que vaya a perder algo. Cuando siente que no están en juego ninguno de los palos de su baraja: ni sus oros, ni sus picas, ni sus bastos, ni sus espadas.

Me encanta la doxa, la opinión de las gentes, porque me permite meterme en sus mundos de excepciones, sin reglas ni generalidades, de soluciones imaginarias. Porque me permite meterme en esos mundos intangibles más allá de su propia física, mundos de su muy personal patafísica.

Me encanta cuando el inconciente de una persona se salta las trancas huyendo de sus propios mitos, miedos, creencias y tradiciones y denuncia y evidencia, por la opinión de la persona que lo retiene, al ser diminuto, equívoco, impreciso, irrepetible, vulnerable, incongruente e incoherente que es, que somos. Me gusta mucho cuando es el inconciente de un fanfarrón, un creído, un soberbio o un sabelotodo el que se salta las trancas. Me da mucha emoción descubrir su humanidad desenmascarada a través de su propia opinión. Me emociono cuando se ven arrinconados por ellos mismos y se angustian al sentirse desnudos frente al paredón de imaginarios creyendo que van a ser fusilados por el pelotón de simbolismos de su propia invención. Me encanta la pasión con que los ignorantes defienden sus escasos conocimientos y cómo los fanáticos o los aferrados tratan de imponérmela. No me gustan nadita esos cretinos que tratan de imponérmela a toda costa porque van por su patafísico mundo creyendo que su palabra es física, lógica, racional, cuantificable, medible, trascendente, incuestionable, atemporal, moral y que además, hace jurisprudencia y fundamenta leyes.

Sin embargo, me encanta la opinión humilde de los que realmente saben, por experiencia propia o por estudio.

Me encanta y me emociona descubrir que a final de cuentas, los mundos patafísicos de unos y de otros, terminan amarraditos a un mismo cabo y a una misma estaca. Todos queriendo dar su opinión, todos queriendo que sea tomada en cuenta y que sea respetada. Todos tratando de hacer constar la consistencia y la validez de su mundo unilateral y de sus representaciones manipuladas a conveniencia. Representaciones que sirven para llenar su ambiente emocional con un aspecto de independencia y naturalidad pero que no dejan de ser claroscuros de verdad y engaño. Representaciones que dejan ver maravillosos mundos patafísicos de anormalidad justificada en donde creen que los hombres son producto de su manipulación y las cosas, de sus soluciones imaginarias. Mundos perfectamente bien estructurados, jerarquizados, irracionales, pero absolutamente reales para su único habitante: el que opina. Mundos de soluciones imaginarias dominadas por la intimidad, la exclusividad, la pertenencia, la confianza y la familiaridad, la egolatría y siempre creados desde la parcialidad y limitación de la experiencia humana.

Que rollotote, válgame dios…me desconozco.

Bueno, a final de cuentas lo que quiero decir es que la opinión que más me gusta es la opinión que me hace reír. La que me libera de mi propia patafísica y me permite involucrarme en la otredad de una doxa ajena.

Eso .

¿Tú qué opinas?

martes, 3 de marzo de 2009

Recordando los recuerdos de mi abuelo

La guerra es terrible.

En la 1ª Guerra Mundial hubo 8 millones y medio de muertos y más de 21 millones de heridos. Entre ellos mi abuelo, que fue gaseado con gas mostaza.

Cuando mi abuelo tenía, que se yo, 20 años, se metió a una academia militar porque decía que él quería ser militar de alto rango, un General de no sé cuantas estrellas de cinco puntas en los hombros. Supongo que en 1915 era un muy buen negocio ser militar en Estados Unidos porque sólo había unos 130 000 soldados de carrera. Así que él empezó a estudiar en una academia militar, olvidándose de sacar su diploma de contador y del trabajo de contabilidad que le prometían una vida desahogada en la seguridad en los negocios de la familia en Nuevo Laredo.

En 1915, cuando el U-20 torpedeó al Lusitania y este se fue a pique con su carga de contrabando de mugres 4 200 las cajas de municiones, llevándose entre los 1198 ahogados a 123 americanos; y después de que en 1917, para acabarla de amolar, el Señor Zimmerman, diplomático alemán, mandara su famoso telegrama prometiendo a México las perlas de la virgen si le declaraba la Guerra a Estados Unidos; pues, mi abuelo, habiendo nacido en México, americano nacionalizado, nieto de franceses, hijo de mexicana e hijo de americano con negocios en México, ante tanta y evidente Causa Belis, consideró su deber, según él, hacer caso a la llamada patriotera del Tío Sam y enlistarse en el ejercitó americano para ir a guamearse a tanto alemán como pudiera, sin importarle el patatús que le pudiera dar - y que de hecho le dio- a mi bisabuela.

Fue feliz mi abuelo veintiañero a enlistarse al ejército para poder liberar la tierra de sus antepasados de la opresión y la severidad de las botas prusianas e iba feliz porque al igual que sus compañeros de academia, podría ver su sueño de convertirse en generalote, hecho realidad. Así pues, un día de 1917, mi abuelo pasó a ser uno más de esos 4.5 millones de patrioteros gringos que a la llamada del tío Sam, se fueron a pelear a Europa.

En abril de 1917 Estados Unidos declara la guerra a Alemania y poco después empieza a mandar a Europa remesas de 250 000 hombres por mes. En una de esas remesas iba mi abuelo como soldado desconocido rumbo al infierno, con un futuro vida totalmente incierto y una probabilidad de muerte muy alta. En esa guerra murieron 8 millones y medio de soldados y fueron heridos más de 21 millones.

La guerra es terrible. Estados Unidos tuvo en toda la Primera Guerra Mundial un total de 364 800 bajas durante los 6 o 7 meses de participación activa en los frentes de batalla. 364 800 bajas contando muertos, desaparecidos prisioneros y heridos, como mi abuelo que fue gaseado con gas mostaza.
El desglose de estas 364 000 bajas americanas es algo bastante más revelador: En la Gran Guerra hubo 126 000 americanos muertos, hubo también 234 600 heridos y 4 500 desaparecidos, pero la cosa es que de esos 126 000 soldados americanos muertos, 25 000 soldados murieron de gripe. Tan revelador es este dato de las bajas americanas muertas por la epidemia de la gripe en 1918, como que en el primer día de la batalla del Somme, 1 de julio de 1916, los ingleses sufrieron 19 240 bajas mortales en el campo de batalla.

La guerra es terrible, si, pero evidentemente, la gripe lo es más.

Mi abuelo no hizo el ridículo muriéndose de gripe, ni de diarrea, ni de pulmonía, ni de tétanos. Mi abuelo fue a la guerra como sargento de ametralladoras, lo gasearon un día y ese mismo día pasó a ser uno de los 234 600 americanos heridos, según la estadística. Como no estaba tan tan gaseado, según tengo entendido, y gracias a las influencias de sus amigos los masones, como él lo era, lo sacaron del frente y terminó como encargado de limpiar las letrinas de su regimiento, librando su batalla personal en contra de la epidemia de gripe que acosó a los americanos durante esos largos 6 o 7 meses en que estuvieron guerreando.

Mi abuelo regresó de Europa sin sus medallas de generalote, con los pulmones hechos caca por el gas mostaza y con un diploma en donde la patria americana le agradecía su heroísmo y valentía por haber sido herido en combate gaseado con gas mostaza. Mi abuelo odiaba la guerra y terminó siendo uno de esos raros gringos que emigran a México buscando una vida mejor.

Mi abuelo siempre se mostraba reacio a contar anécdotas de la guerra, pero me contó algunas muy interesantes. Siempre se ponía muy triste cuando las contaba. Esta es una de ellas. Tal vez otro día les cuente alguna más.

Estaba él en la trinchera, con su amigo, otro chaval rondando los 20 años. Tenía lodo por todos lados. Tanto lodo había en esa trinchera que no les era posible reconocer el color de sus propios informes. Ordenan salir de la trinchera y atacar. Salen de la trinchera él y su amigo. Los alemanes comienzan a bombardearlos. Cae una bomba. Caen los dos. A él le quedan zumbando los oídos. Él busca a su amigo. Su amigo esta por todos lados. La bomba le cayó encima. Suena el silbato del oficial. Es la señal para ponerse las máscaras antigas. Él no lo escucha. Está temporalmente sordo por el bombazo que despedazó su amigo. Otro compañero le hace señas para que se ponga la máscara. Él se la pone. Un segundo después una bala le vuela la cabeza a ese compañero. Caen más bombas. El lodo lo salpica todo. Los vidrios de su máscara quedan llenos de lodo. No ve nada, no puede ver nada. Tiene mucho miedo. Los bombazos retumblan a su alrededor. Las balas pegan a centímetros de él. Avanza arrastrándose entre el lodo, sin saber hacia donde va. Se detiene. Lo paraliza el miedo. No ve nada. Se queda petrificado, sin ver nada, sintiendo como caen las bombas, pasan las balas y caen sus compañeros. Ordenan retirada. Acaba el bombardeo, no se puede quitar la máscara, hay gas mostaza. Sigue sin poder ver nada, trata de limpiar los vidrios de su máscara pero sus manos están tan llenas de lodo que los embarra más. Pasa el tiempo. Escucha a alguien quejarse. Un herido, debajo del lodo, con su uniforme irreconocible, todo lleno sangre y lodo junto a otros soldados muertos. Mi abuelo se arrastra, a ciegas, a tientas, se pone el herido a cuestas, limpia lo más que puede los vidrios de su mascara embadurnada, para poder ver. Así trabajosamente, con miedo, con alguno que otro balazo que le pasa zumbando cerca de la cabeza y que le tiran desde la trinchera alemana, sigue arrastrándose, como puede. Lleva al herido hasta su trinchera. Lo saca, lo salva. Todavía lo lleva a cuestas un buen trecho más. Se ponen a salvo del gas mostaza, lejos del frente a buen recaudo. Se quitan las máscaras. Ve un solo momento la cara del soldado herido porque los enfermeros se lo llevan para curarlo. Mi abuelo regresa a la trinchera. Pasa otro día en la trinchera, pero se encuentra tan mal que le dan un día de asueto. Mi abuelo va y pregunta por el soldado herido al que salvó. Le dicen dónde encontrarlo. Mi abuelo lo encuentra. El herido al que salvó es un alemán, esta con otros prisioneros. El alemán le dice en mal inglés, llorando:
- Gracias por salvarme la vida. Gracias por haberme rescatado. Ahora mí me mandan a un campo de prisioneros. Me curaré. La guerra para mí ha acabado. Gracias y que dios te cuide y te bendiga, porque para ti la guerra continúa”.

Le da su dirección y lo invita a visitarlo en Alemania, cuando termine la guerra.
Y así fue, mi abuelo fue a visitarlo, tiempo después y el alemán lo recibió en su casa.
Se hicieron amigos.