jueves, 24 de diciembre de 2009

Porque Dios es poesía en la cual se cree

Escuchemos las palabras de un hombre sabio, muy sabio: Don Enrique Miret Magdalena.

“A mis 94 años he llegado a la conclusión de que todo tiene importancia y nada tiene importancia, porque la buena vida sólo consiste en saber aprovecharse tanto de las cosas buenas como de las malas.

He aprendido esto de los grandes sabios antiguos, como Píndaro, y de los modernos, como Ortega y Gasset: lo único decisivo es ser lo que somos porque nuestra realidad, como toda realidad, siempre tiene algo de bueno. También el gran pensador francés André Maurois me enseñó, a fuerza de equivocarme, que "hay que tratar las catástrofes como molestias y jamás las molestias como catástrofes", porque, como afirmaba Tolstoi, "la felicidad no depende de acontecimientos externos, sino de cómo los consideremos".

Hoy es un día especial para mí porque de algún modo reunimos en esta mesa la labor de casi 100 años, por activa o por pasiva, y yo, que soy tan proclive a la sabiduría de Oriente, he acabado por aprender, mal que bien, lo que me ha descubierto y los hechos me han confirmado: "Más vale caminar bien que llegar".

Del mismo modo, tengo que decir que la religión, sin caer en maximalismos ni minimalismos, me ha ayudado mucho en los momentos difíciles. Sostengo que todo lo que has de creer, orar y practicar está contenido en el Padre Nuestro. Y me inspiro en los discípulos próximos a Jesús y en ese pequeño libro del siglo I, la Didajé, que se traduce por Enseñanza o Doctrina y que nos muestra que toda conducta positiva ha de basarse en la regla de oro: "No hagas a los demás lo que no quieras para ti". Igualmente, el Pastor de Hermás nos dijo en el siglo II que "todo el que está alegre obra bien y piensa bien".

La religión en la que creo no es cosa de tristes gruñones, sino apertura y ayuda mutua, que siempre repercutirá en un mundo mejor, sea cual sea nuestro pensamiento: por eso, con el tiempo, mi fe se ha vuelto más sencilla y más dependiente de lo interior y de una conducta abierta a los demás. Porque Dios, lejos de ser un amo exigente, es "poesía en la cual se cree".

Mis años, finalmente, se resumen en lo que debo a mi mujer, que colgó los hábitos científicos para dedicarse a la educación de nuestros hijos y, siempre mirando hacia la izquierda, ayudar a quien lo necesitase”.

Publicado en el Diario "el País" el 24 de diciembre de 2009.

El teólogo Enrique Miret Magdalena falleció el pasado 12 de octubre. Este texto es el que leyó a su familia durante su penúltimo cumpleaños, siguiendo una vieja costumbre que repetía año tras año. De alguna forma, es una síntesis de su manera de ver la vida y de entender el compromiso con los demás.

Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Un sueño para recordar

No me acuerdo de mis sueños.

Ya sé lo que dicen los psicoanalistas al respecto. Pero así es, no me acuerdo de mis sueños. De los 365 sueños que tengo al año, 360 se pasan sin que me acuerde de ellos. De los cinco restantes, los recuerdo en retazos.

Este sábado tuve uno de esos sueños de los que sí me he acordado.

Uno que recordaré para siempre.

Soñé que entraba yo a una de esas tiendas en donde venden toda clase de inciensos, amuletos, sahumerios, esencias, velas y colgajos para evitar a las malas vibras y alejar a los espíritus chocarreros. Uno de esos centros de magia blanca y magia negra que vende filtros para hacer el bien o instructivos que enseñan cómo picotaer muñecos de vudú. El lugar, un poco estrecho pero lo suficientemente espacioso como para poder ver las baratijas exhibidas en sus anaqueles de madera, tenía un ambiente vibrante, misterioso, semi-oscuro, semi-iluminado, con techo bajo y piso también de madera. Unos velos finos de color lila que hacían las veces de puertas corredizas, separaban dos salones. El humo de diferentes inciensos embrumaba y perfumaba el ambiente y la luz de decenas de velas lo hacían más cálido. Afuera hacía frío, adentro daban ansias, angustia. El lugar con todo, resultaba interesante.

Entré a este lugar cargando a mi hijo de meses. Mi esposa y unos amigos que igual podían estar confundidos con algunos familiares, también entraron. Éramos un grupo de diez, o así.

La primera impresión que tuve fue que aquello era un dejá vu repetido “n” número de veces en mí, más que eso, me parecía un repetido dejá fait, un repetido dejá été, o sea, que lo que estaba haciendo ya lo había hecho antes en repetidas ocasiones y que antes también ya había estado en repetidas ocasiones en ese lugar.

Me estremecí.

Cada uno de las 10 personas que entramos a esa tienda empezó a curiosear y a hacer comentarios sobre las baratijas. Fisgoneando, fisgoneando me fui adentrando en la tienda cargando a mi hijo en brazos. Al fondo, encontré una escalera blanca, mal hecha, de escalones disparejos. La escalera daba a una puerta de madera, cerrada. Subí unos cuantos escalones. A medio camino ví al grupo disperso abajo y ellos me vieron arriba.

- ¿Qué vas hacer allá arriba? A ver si no te caes -me dijo mi mujer desde abajo.

- No, que va – le dije.

Pero la sensación de los dejá vu, dejá fait, dejá eté repetidos que volví a sentir en la escalera me produjo una mala sensación en el cuerpo.Subí con mi hijo en brazos con cierto trabajo por lo disparejo de los escalones y abrí la puerta de madera al final de la escalera.Encontré una habitación pequeña, que recordaba a una cabaña de madera en un bosque nórdico. En el piso había una piel gruesa, blanca, como de oso. Una estufa en una esquina del fondo, junto a una ventana con cristales empañados, calentaba la habitación. Había también un pequeño umbral sin puerta que daba a otra habitación más pequeña. En la habitación que me encontraba había una infinidad de amuletos colgados de las paredes y del techo, casi todos de madera, con correas de cuero y plumas, abalorios, sortijas, cadenas, cabellos como pelucas, velas apagadas, piedras semipreciosas. Aquello parecía un puesto de amuletos y antigüedades de un mercadillo, pero dentro de una habitación.

Afuera al otro lado de la puerta, continuaba yo escuchando con claridad al grupo de amigos y familiares, que hacían comentarios sobre lo extraño de aquellas mercancías. La fuerza de esos dejá vu, dejá fait, dejá eté repetidos se intensificó en mí, y me atravesaron el cuerpo de la cabeza a los pies como cientos de fotos rafagueadas.

Sentí miedo. Apreté a mi hijo contra mí pecho.

De pronto, uno de esos amuletos, uno grande con forma de grillo o de cucaracha se movió, agitó sus alas rápidamente, voló hacía la otra habitación y se posó convulsionándose sobre una mesa de trabajo atiborrada de cosas.

- Esto ya lo he vivido mil y un cientos de veces- pensé con miedo, al tiempo que sentí como los bracitos de mi hijo se asían de mi ropa.

El bicho grande y asqueroso aquel continuaba retorciéndose sobre la mesa de una manera verdaderamente desagradable.

Escuché unos pasos.

- ¿Hay alguien ahí? - pregunté

- Si que lo hay – escuché que me contestaron.

Fue entonces que la fuerza de esos dejá vu, dejá fait, dejá eté se convirtió en pánico y las repeticiones reverberaron en mi cabeza hasta el infinito: esto ya lo viví, esto ya lo viví, esto ya lo viví, esto ya lo viví…

Dí unos de pasos hacia delante. Mi hijo se abrazó a mi cuello y volteó a ver desesperado la puerta por la que habíamos entrado.

En la otra habitación, más pequeña, pero igual de abigarrada, ví a un hombre parado al fondo de la habitación, junto a otra ventana, enjuto, de piel muy morena, con el cabello hecho nudos, semidesnudo, que parecía ocultar algo bajo su ropa.El me miró y me clavó en los ojos una mirada malévola, cínica, hipócrita, sádica. Se sonrío con aires de satisfacción, como aquél que sabe que la tiene fácil, que va sobrado, que le lleva ventaja al otro.

-Si que lo hay – repitió.

De pronto, así sin más, sacó de entre su ropa un cuchillo muy grande.

Esto ya lo viví, esto ya lo viví, esto ya lo viví, esto ya lo viví… me dije sin cesar y sentí una descomunal angustia que me recorrió todo el cuerpo. Traté de alcanzar la puerta. Mi hijo se me aferró al cuello.

Grité con todas mis fuerzas pidiéndo socorro. Pedí ayuda como desesperado. Grité con toda mi alma. Grité varias veces, muchas veces, como desquiciado, grité llorando con mi hijo aferrado a mi cuello.

Fue en vano.Sentí un golpe y un dolor muy fuerte en la espalda atrás en el costado derecho, por debajo de las costillas. Sentí otro golpe y un dolor intenso entre los omoplatos. Caí al suelo y cubrí a mi hijo con mi cuerpo para evitar que le hiciera daño.

Lo último que escuché, fueron las risas del grupo de amigos y familiares, al otro lado de la puerta, que hacían comentarios sobre lo extraño de las mercancías en ese lugar.

No me acuerdo de mis sueños.

Este sábado tuve un sueño que recordaré toda mi vida.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Los otros yoes

Hace muchos años, se puso de moda un psico-test.

De psico-test no tenía nada. Servía más para ligar que para otra cosa.

Todo mundo se lo sabía y todo mundo lo utilizaba para lo mismo.

El test consistía en lo siguiente.

Se le pedía al susodicho analizado, o analizada, que nombrara tres animales. Según esto, las características de los animales nombrados correspondían, según el orden en que los habían dicho, a lo siguiente:

a) Al yo que creía ser.

b) Al yo que los otros veíamos en él o ella.

c) Al yo que realmente era.

Por ejemplo, si alguien decía:

1) León

2) Oso

3) Águila

Pues entonces se podían decir exquisiteces de su personalidad. Por ejemplo, como que el analizado tenía una fuerte personalidad congruente tanto interna como externamente, tendiente más a la asertividad que a la pasividad. Admirable, envidiable, magnánima e independiente.

Lo curioso es que las más de las veces los animales se repetían y todo mundo tenía personalidades de león, pantera, águila, jaguar, gorila, tigre, oso, lobo, caballo, tiburón, cóndor, golondrina, gaviota y paloma. Porque a nadie se le ocurría decir, por ejemplo: rata almizclera, musaraña, víbora; o mula, zorrillo, tarántula; o burro, cerdo, búfalo y sin embargo si que te encontrabas -y te sigues encontrando - a esos “yoes” deambulando libremente por las calles de la ciudad (a que sí).

Lo que cambiaba -y mucho- era la interpretación de la personalidad que cada pseudopsicólogo(a) daba a sus analizados. Interpretación que variaba incluso, aunque dos personas dijeran exactamente los mismos animales en el mismo orden, en el mismo lugar y en la misma reunión, disco, antro o cantina.

De mí, yo siempre decía: lobo, nutria, delfín.

En aquél entonces -como ahora- yo resultaba muy creativo cuando se trataba de inventarse tonterías, así es que me inventé nuevas modalidades de tests para analizarme y analizar a los demás. Mis tests limitaban las categorías que definían las personalidades a sólo tres nombres de flores, o sólo tres de árboles, o sólo tres de cáctuses, o sólo tres de peces, o de primates, o de felinos, o de minerales. Lo último fue un test con sólo tres elementos de la tabla periódica. Pero dio lo mismo, porque los sustantivos categóricos en los test se repetían ad infinitum et ad cursileriam (rosa, rosae, rosam, roble, caoba, pino, oro, plata, platino, rubí, diamante, esmeralda…). Nunca escuché, por ejemplo: Molibdeno,Hidrógeno,Arsénico; o azabache,tezontle,aragonito; y mucho menos maguey, nopal, peyote. Una vez sí, un mamón me dijo piedra, papel o tijera. A mí me hizo mucha gracia y a él no tanto cuando le explique de lo que se trataba.

Hoy rememorando aquél juego, lo encuentro más divertido, porque dada su evidentísima falta de seriedad, las categorías de análisis para este psico-test pueden ser tantas, tan diversas, tan abiertas o tan cerradas, como a cada uno le dé su imaginación y según las ganas que tenga uno de perder el tiempo.

Eso sí, les digo, lo más divertido siempre son las interpretaciones que se pueden llegar a hacer.

Hoy preguntaría, por ejemplo, por tres psicopompos y que cada uno se haga su propia interpretación.