martes, 4 de noviembre de 2008

El amante de Teresa

Teresa se levantó en la madrugada con la mente puesta en vengarse de su amante.

Todo lo tenía dispuesto.

Se puso su bata, se calzó sus pantuflas con calma y salió de su habitación.

Para no hacer ruido, Teresa se escudó detrás de los arpegios forte fortísimos de los truenos que atacaban con brio el firmamento; y atravesó con cautela el corredor con rumbo al salón, escuchando el allegro andante de las gotas de lluvia rebotando contra los cristales de las ventanas. Precavida, también puso atención a todos los sonidos del piso de alcurnia en el que vivía con sus padres: el contrapunto del techo de madera con el mármol del suelo, los bemoles de las motas negras en las paredes, el compás de 2/4 del reloj de péndulo, el viento ululando en escalas ascendentes y descendentes; y el cucú, que cantaba en punto, las tres de la mañana.

Ninguno de esos sonidos le preocupaban.

Teresa se concentró entonces en sus movimientos y avanzó hasta la puerta del salón. Esa noche se vengaría del amante a quien se había entregado en devoción durante sus dieciocho años de vida.

Andando con sigilo, se detuvo al pasar frente al mueble antiguo que estaba junto a la entrada del salón. Abrió el cajón donde guardaba algunas partituras. Buscó a tientas un escoplo y un martillo envueltos en un pañuelo de seda. Los encontró, los sacó del cajón y los sostuvo con delicadeza contra su pecho. Alzó la vista y descubrió su figura reflejada en el espejo de estilo victoriano que colgaba en la pared frente a ella. Pudo ver en su reflejo a la famosa joven ex pianista, esbelta, de rasgos finos y bellos, asiendo con ambas manos un pañuelo de seda, un escoplo y un martillo. Al mirar entre sus manos los instrumentos, sintió latir su corazón con más fuerza. Teresa revivió en un instante los dieciocho años de entrega incondicional a su amante y su pasión por él. Un largo silencio de compasión le recorrió el cuerpo al escuchar dentro de ella, la música que él, el piano negro de gran cola, el único amante que había tenido en toda su vida, le había hecho sentir siempre. Teresa continuó viéndose en su imagen reflejada y entonces, reconoció algo que parecía un remedo de dedo meñique en su mano derecha. Sus ojos se volvieron a iluminar con una luz interior de odio y una sonrisa siniestra se dibujó en su cara. Sobreponiéndose a sus recuerdos, miró al espejo con rabia por intentar hacerla sentir un mínimo de compasión por su amante, el piano, y convencerla de abandonar su cometido de venganza.

Sin piedad, era lo que se había prometido y venganza, el único camino que seguiría esa noche.

Con las herramientas envueltas en el pañuelo de seda y sosteniéndolas firmemente contra su pecho, Teresa abrió las puertas corredizas del salón y se detuvo antes de entrar.

Hurgó atentamente con la vista en la penumbra. Un dolor profundo como un adagio largo en do menor la volvió a invadir, al encontrarse con los testigos y alcahuetes que desde siempre habían estado en el salón. La poltrona rococó, las porcelanas de Limoges, la gran lámpara en el techo y el jarrón chino con las calas. Todos le recordaban las horas y horas pasadas en ese salón durante las tardes de estudio y romances con el piano. Todos ellos, sus entonces confidentes y alcahuetes, parecían ahora pedirle en coro que abandonara su intención de venganza. Teresa escuchó un estribillo que le repiqueteaba en la cabeza.

- No lo hagas, Teresa, no lo hagas.

Teresa escuchó la tormenta en la noche y tragó un sorbo de amargura al pensar lo bien confabulados que estaban todos ellos en su contra. Hasta las vajillas de las bisabuelas y el busto de malaquita trataban de apelar a su sensibilidad para que se retractara, pero Teresa, esforzándose, puso oídos sordos a sus cantos.

- Buen intentó – pensó-, pero inútil.

Los miró fijamente con reproche tratando de hacerles sentir el odio que la corroía. Los alcahuetes enmudecieron.

Parada en la entrada del salón, volvió a escuchar toda la estela de sonidos que había dejado atrás: los truenos retumblando en el firmamento, las gotas de lluvia rebotando contra los cristales de las ventanas, el techo crujiendo el compás del péndulo y el viento colándose por entre las rendijas, sus arpegios, sus contrapuntos, sus bemoles, los silencios del salón y los latidos de su corazón.

Ninguno de esos le preocupaban.

Teresa cerró sigilosamente las puertas del salón y se dirigió hacia el fondo de la habitación, hasta donde se encontraba su víctima, el que fuera su amante, su único amor en 18 años: un piano de gran cola, Steinway & Sons, del siglo XIX, regalo personal de Don Theodore Steinway a su familia.

En su camino, Teresa todavía sintió cómo las alfombras persas intentaban trastabillarla y las sillas labradas retenerla por la bata. Se detuvo en medio del salón y se palpó en su mano derecha, su remedo de dedo meñique:

- Ustedes fueron testigos – gimoteó entredientes, con lágrimas de resentimiento en los ojos – ustedes son testigos – repitió - Ustedes ya se olvidaron, yo no - pensó- Yo no puedo ni podré nunca.

En aquella funesta tarde del desencuentro con su amante el piano, Teresa había perdido totalmente la movilidad del dedo meñique de su mano derecha cuando el piano había dejado caer su tapa superior, grande y pesada, sobre su dedo pequeño. En ese momento infame, la ex pianista había visto cómo se convertía su dedo meñique en un colgajo que adornaría por siempre su fina mano de pianista y cómo quedaba brutalmente cercenada, en un instante, su carrera como concertista excepcional. Atrás habían quedado dieciocho años de entrega ciega y total al piano. Atrás habían quedado, con sus únicos dieciocho años de vida, horas y horas de estudio, amores, sinsabores, sacrificios y el goce del éxtasis que sentía y hacía sentir a su público por todo el mundo, durante sus conciertos estelares.

Teresa volvió de sus recuerdos al escuchar una vez más las voces de esos testigos y alcahuetes que le suplicaban no continuar. Soltó un suspiro profundo de resignación y decidió continuar con su venganza, pero esta vez, no sin dolor y ni remordimiento. Este era para ella un desquite deseado desde mucho tiempo atrás, aunque ahora, escuchando esas voces de súplica, su venganza no le quedaba tan clara.

Teresa, echando mano de su orgullo, volvió a recordarse que no podía perdonar al piano su amante, que necesitaba vengarse, que no podía echar marcha atrás.

Se volvió y continuó su camino por el salón, pasó desdeñosa junto a todos aquellos testigos y alcahuetes. Se acercó al piano y casi al llegar a donde estaba su amante, puso con cuidado el pañuelo de seda, el escoplo y el martillo sobre una mesita auxiliar con marquetería. Se arrimó al piano y lo encaró con tristeza. Le quitó el mantón de Manila que lo cubría. Le abrió la tapa del teclado y le levantó, con gran esfuerzo, su pesadísima tapa superior – la guillotina de su dedo. Vio entonces a su amante abierto de par en par vulnerable e indefenso ante su venganza, con el salón como escenario y la mesita con marquetería como su única cómplice.

Sintió un agrio remordimiento que le recorrió todo el cuerpo al escuchar en su cabeza las voces a coro de los testigos y alcahuetes que le insistían, le suplicaban, desistir de su acción. Teresa miró al piano, vulnerable e indefenso, y dejó fluir en su corazón el amor y el sentimiento que sentía por él. Amor que todavía, era muy grande.

Bajó la mirada apesumbrada y se frotó las manos nerviosa. Sin querer, volvió a palpar su dedo meñique colgando, sin movimiento, de su mano derecha.

Teresa alzó la vista y vio al piano íntegro.

No dudó más.

Se volvió a la mesita con marquetería, tomó el pañuelo de seda y desenvolvió el martillo y el escoplo. Los levantó con tiento. Se colocó frente el teclado del piano y con su mano derecha, arrastrando su remedo de dedo meñique, recorrió ese teclado que tantas veces había tocado y al que conocía de memoria.

Teresa detuvo su mano en el do central del teclado. Lo acarició y sonrío levemente con desprecio. Tomó el escoplo y sin escrúpulos, con alivio, sin dudar, se lo clavó al piano, exactamente en la base de la tecla del do central. Con unos fuertes martillazos al escoplo, hizo volar la tecla por los aires. Un sonido seco de la madera del piano, reverberando de dolor en do sostenido, se fundió con los sonidos del piso y la tormenta. Buscó entonces, en la caja de resonancia, las tres cuerdas de acero del do central. Las encontró. Volvió a colocar el escoplo en posición y de varios martillazos, igual de certeros, le reventó las cuerdas al piano. Teresa se sintió reconfortada al escuchar cómo se esfumaban, entre ecos, los sonidos de las tres cuerdas de do central, rompiéndose, enroscándose y golpeándose contra la tapa negra del piano.

Después, imperturbable y precisa, arremetió con morbo, casi con lujuria, contra todo el mecanismo del do central de su odiado amante. El macillo, el pilotín, la báscula, el tope, el pulsador, el apagador, el agrafe, la clavija, el clavijero; todo el mecanismo de la tecla del do central - y sólo ese y ninguno otro- quedó hecho trizas en unos cuantos minutos.

Teresa se detuvo al fin con la respiración entrecortada. Observó los restos del mecanismo de la tecla y contempló por unos segundos el hueco dejado por la tecla del do central en el teclado. Respiró satisfecha al ver su venganza consumada: el do central del piano, como el dedo meñique de su mano derecha, ahora, no servían para nada.

Teresa dejó suavemente las herramientas del delito sobre la mesita auxiliar encima del pañuelo de seda. Se acicaló y se peinó lo mejor que pudo con sus dedos, ignorando al piano y a los testigos y alcahuetes en el salón. Ya más tranquila, se acomodó en la poltrona rococó aterciopelada, frente a la ventana, para disfrutar de la oscuridad de la noche. Teresa volvió a escuchar los truenos en el firmamento; las gotas de lluvia rebotando contra los cristales, el techo crujiendo, el compás del péndulo y el viento colándose por entre las rendijas. Teresa escuchó relajada la música de la lluvia confundida con los sonidos del piso y comenzó a seguir el ritmo de esos sonidos con sus dedos largos y finos de joven ex pianista: la, la, sol, re; la, la, sol re; re, sol, re; re sol re, do.

1 comentario:

Miranda Hooker dijo...

Auch!

Las vajillas de las bisabuelas y el busto de malaquita me hicieron pensar en un escenario conocido, donde yo escuchaba cómo tocabas el piano, debajo de la mesa del comedor.

Hace bien Teresa. Hay amantes que deben morir a martillazos, como castigo ejemplar.