martes, 3 de marzo de 2009

Recordando los recuerdos de mi abuelo

La guerra es terrible.

En la 1ª Guerra Mundial hubo 8 millones y medio de muertos y más de 21 millones de heridos. Entre ellos mi abuelo, que fue gaseado con gas mostaza.

Cuando mi abuelo tenía, que se yo, 20 años, se metió a una academia militar porque decía que él quería ser militar de alto rango, un General de no sé cuantas estrellas de cinco puntas en los hombros. Supongo que en 1915 era un muy buen negocio ser militar en Estados Unidos porque sólo había unos 130 000 soldados de carrera. Así que él empezó a estudiar en una academia militar, olvidándose de sacar su diploma de contador y del trabajo de contabilidad que le prometían una vida desahogada en la seguridad en los negocios de la familia en Nuevo Laredo.

En 1915, cuando el U-20 torpedeó al Lusitania y este se fue a pique con su carga de contrabando de mugres 4 200 las cajas de municiones, llevándose entre los 1198 ahogados a 123 americanos; y después de que en 1917, para acabarla de amolar, el Señor Zimmerman, diplomático alemán, mandara su famoso telegrama prometiendo a México las perlas de la virgen si le declaraba la Guerra a Estados Unidos; pues, mi abuelo, habiendo nacido en México, americano nacionalizado, nieto de franceses, hijo de mexicana e hijo de americano con negocios en México, ante tanta y evidente Causa Belis, consideró su deber, según él, hacer caso a la llamada patriotera del Tío Sam y enlistarse en el ejercitó americano para ir a guamearse a tanto alemán como pudiera, sin importarle el patatús que le pudiera dar - y que de hecho le dio- a mi bisabuela.

Fue feliz mi abuelo veintiañero a enlistarse al ejército para poder liberar la tierra de sus antepasados de la opresión y la severidad de las botas prusianas e iba feliz porque al igual que sus compañeros de academia, podría ver su sueño de convertirse en generalote, hecho realidad. Así pues, un día de 1917, mi abuelo pasó a ser uno más de esos 4.5 millones de patrioteros gringos que a la llamada del tío Sam, se fueron a pelear a Europa.

En abril de 1917 Estados Unidos declara la guerra a Alemania y poco después empieza a mandar a Europa remesas de 250 000 hombres por mes. En una de esas remesas iba mi abuelo como soldado desconocido rumbo al infierno, con un futuro vida totalmente incierto y una probabilidad de muerte muy alta. En esa guerra murieron 8 millones y medio de soldados y fueron heridos más de 21 millones.

La guerra es terrible. Estados Unidos tuvo en toda la Primera Guerra Mundial un total de 364 800 bajas durante los 6 o 7 meses de participación activa en los frentes de batalla. 364 800 bajas contando muertos, desaparecidos prisioneros y heridos, como mi abuelo que fue gaseado con gas mostaza.
El desglose de estas 364 000 bajas americanas es algo bastante más revelador: En la Gran Guerra hubo 126 000 americanos muertos, hubo también 234 600 heridos y 4 500 desaparecidos, pero la cosa es que de esos 126 000 soldados americanos muertos, 25 000 soldados murieron de gripe. Tan revelador es este dato de las bajas americanas muertas por la epidemia de la gripe en 1918, como que en el primer día de la batalla del Somme, 1 de julio de 1916, los ingleses sufrieron 19 240 bajas mortales en el campo de batalla.

La guerra es terrible, si, pero evidentemente, la gripe lo es más.

Mi abuelo no hizo el ridículo muriéndose de gripe, ni de diarrea, ni de pulmonía, ni de tétanos. Mi abuelo fue a la guerra como sargento de ametralladoras, lo gasearon un día y ese mismo día pasó a ser uno de los 234 600 americanos heridos, según la estadística. Como no estaba tan tan gaseado, según tengo entendido, y gracias a las influencias de sus amigos los masones, como él lo era, lo sacaron del frente y terminó como encargado de limpiar las letrinas de su regimiento, librando su batalla personal en contra de la epidemia de gripe que acosó a los americanos durante esos largos 6 o 7 meses en que estuvieron guerreando.

Mi abuelo regresó de Europa sin sus medallas de generalote, con los pulmones hechos caca por el gas mostaza y con un diploma en donde la patria americana le agradecía su heroísmo y valentía por haber sido herido en combate gaseado con gas mostaza. Mi abuelo odiaba la guerra y terminó siendo uno de esos raros gringos que emigran a México buscando una vida mejor.

Mi abuelo siempre se mostraba reacio a contar anécdotas de la guerra, pero me contó algunas muy interesantes. Siempre se ponía muy triste cuando las contaba. Esta es una de ellas. Tal vez otro día les cuente alguna más.

Estaba él en la trinchera, con su amigo, otro chaval rondando los 20 años. Tenía lodo por todos lados. Tanto lodo había en esa trinchera que no les era posible reconocer el color de sus propios informes. Ordenan salir de la trinchera y atacar. Salen de la trinchera él y su amigo. Los alemanes comienzan a bombardearlos. Cae una bomba. Caen los dos. A él le quedan zumbando los oídos. Él busca a su amigo. Su amigo esta por todos lados. La bomba le cayó encima. Suena el silbato del oficial. Es la señal para ponerse las máscaras antigas. Él no lo escucha. Está temporalmente sordo por el bombazo que despedazó su amigo. Otro compañero le hace señas para que se ponga la máscara. Él se la pone. Un segundo después una bala le vuela la cabeza a ese compañero. Caen más bombas. El lodo lo salpica todo. Los vidrios de su máscara quedan llenos de lodo. No ve nada, no puede ver nada. Tiene mucho miedo. Los bombazos retumblan a su alrededor. Las balas pegan a centímetros de él. Avanza arrastrándose entre el lodo, sin saber hacia donde va. Se detiene. Lo paraliza el miedo. No ve nada. Se queda petrificado, sin ver nada, sintiendo como caen las bombas, pasan las balas y caen sus compañeros. Ordenan retirada. Acaba el bombardeo, no se puede quitar la máscara, hay gas mostaza. Sigue sin poder ver nada, trata de limpiar los vidrios de su máscara pero sus manos están tan llenas de lodo que los embarra más. Pasa el tiempo. Escucha a alguien quejarse. Un herido, debajo del lodo, con su uniforme irreconocible, todo lleno sangre y lodo junto a otros soldados muertos. Mi abuelo se arrastra, a ciegas, a tientas, se pone el herido a cuestas, limpia lo más que puede los vidrios de su mascara embadurnada, para poder ver. Así trabajosamente, con miedo, con alguno que otro balazo que le pasa zumbando cerca de la cabeza y que le tiran desde la trinchera alemana, sigue arrastrándose, como puede. Lleva al herido hasta su trinchera. Lo saca, lo salva. Todavía lo lleva a cuestas un buen trecho más. Se ponen a salvo del gas mostaza, lejos del frente a buen recaudo. Se quitan las máscaras. Ve un solo momento la cara del soldado herido porque los enfermeros se lo llevan para curarlo. Mi abuelo regresa a la trinchera. Pasa otro día en la trinchera, pero se encuentra tan mal que le dan un día de asueto. Mi abuelo va y pregunta por el soldado herido al que salvó. Le dicen dónde encontrarlo. Mi abuelo lo encuentra. El herido al que salvó es un alemán, esta con otros prisioneros. El alemán le dice en mal inglés, llorando:
- Gracias por salvarme la vida. Gracias por haberme rescatado. Ahora mí me mandan a un campo de prisioneros. Me curaré. La guerra para mí ha acabado. Gracias y que dios te cuide y te bendiga, porque para ti la guerra continúa”.

Le da su dirección y lo invita a visitarlo en Alemania, cuando termine la guerra.
Y así fue, mi abuelo fue a visitarlo, tiempo después y el alemán lo recibió en su casa.
Se hicieron amigos.

2 comentarios:

Miranda Hooker dijo...

Cuando inicié el tema de la Primera Guerra Mundial, nunca me imaginé que fuera a involucrarme tanto con ella. Hay algo en esos relatos de trincheras, tan escalofriantes y similares entre los sobrevivientes, que me cala hasta los huesos.

Los testimonios traspasan los siglos y se cuelan entre la tradición oral. Tu recuerdo de los recuerdos, como el de muchos otros, puede ayudar a que esta generación de jóvenes, visualemente violentada y que nunca ha padecido carencias, se lleve en el alma que la guerra es un horror, para que no les gane la ingenuidad propia de la edad.

Gracias, gracias, gracias por ese relato. Nadie escucha como tú.

Unknown dijo...

Me quedé con los ojos brillosos. No sabes lo mucho que me apasiona la historia de mi historia, nuestra historia.

Enormes gracias por el relato, seguro hay mucho más que contar.
Te mando un GRAN abrazo. Paz.

Cam