martes, 24 de marzo de 2009

Dos veces Dreyfus

Para un militar ha de ser sumamente triste y humillante ser despojado de sus galones y ver roto su sable en una ceremonia de degradación ignominiosa. Peor ha de ser esa humillación si se es despojado de tales honores por motivo de una flagrante injusticia.

Eso habrá sentido el Capitán de artillería del ejército francés Alfred Dreyfus, un judío nacido en Mullhouse, Alsacia, cuando en 1894, fue acusado injustamente de espionaje usando como prueba en su contra una carta sin firma, manuscrita con una letra que se parecía a la suya, en un juicio que, por su marcada tendencia anti-judía y notorias irregularidades procesales, enfrentó a toda la sociedad francesa de su época. Dreyfus fue degradado y confinado a la Isla del Diablo, en la cual sobrevivió 12 años. Después de todos esos años, tras otro juicio, lo exoneraron, recobró sus galones, sirvió con orgullo a su Patria en la Primera Guerra Mundial y se retiró con honores del ejército francés como Teniente Coronel.

Si, pero, ¿Pudieron orgullo y honores borrar de su dignidad la secuela de la ignominia?

No había reparado en ello hasta que un día observé el Ajusco completamente nevado. Ese inusual espectáculo me trajo recuerdos inolvidables. Bueno, para ser exacto, solo dos.

El primero es aquella vez que salimos tres días de campamento mi papá, mis dos hermanos - Pepe y Jorge -, y yo mismo.

Salir de campamento fue un atavismo reservado a la parte masculina de mi familia lo cual siempre empezaba por el establecimiento de una fecha de salida y continuaba con un protocolo de actuación implícitamente sabido por todos: planeación, convocatoria, movilización, abastecimiento de víveres y pertrechos. Desarrollo de las operaciones: caminata dando largos tragos a la bota sin justificación alguna, descansos para dar tragos a la bota con justificación, reanudación de la marcha, pérdida de la ruta, cambio al modo “brujulazo” - o sea, cargar 25 kilos en la espalda, en medio de la maleza y abriendo camino a punta de machetazos, junto a la vereda que serpenteaba en la misma dirección que llevábamos-; motín del contingente por ese motivo y recomposición del orden por lluvia o hambre. Llegada al sitio de acampada: establecimiento del campamento, recolección de leña, encendido del fuego, preparación de la cena, degustación de las enchiladas de pipián de la abuela - que más parecían chilaquiles por el deplorable estado en que llegaban-, preparación del café con asientos y cenizas, sesión de chistes groseros, albures prosaicos y vulgaridades diversas, observación abducida de la fogata y las estrellas envueltos en zarapes de Saltillo, “fogonazos” de tequila, recogimiento para la exhalación de los gases sobrantes, meada tardía y sesión de ronquidos en las casas de campaña.

Sin embargo, el placer producido por el atavismo de los campamentos era un sentimiento más profundo que la mera complicidad en convivencia asilvestrada entre los hombres de la familia. Era reivindicar y aceptar las diferencias y la personalidad de cada uno de nosotros, reconociendo nuestras capacidades e ingenio en un especie de rito cuya iniciación se daba a los 10 años, cual Khatan, para los musulmanes o Berit Milá para los judíos; aunque en un plan, como ya dije, mucho más irreverente y desfachatado.

Por unos días, uno de niño en esos campamentos obtenía un lugar no cuestionado en su manada, durante los cuales podía vivir, sin enjuiciamientos, a voluntad y con desenfado la experiencia de su ser en libertad… o al menos eso significaban los campamentos para mí y eso sentía yo.

En aquél campamento de 1974, Jorge tendría unos 11 años, casi recién iniciado, Pepe 19 y mi papá 32 más que yo, que tenía 14. Decidimos hacer un campamento al Pico del Águila, la punta del Ajusco, de unos 3 000 metros de altura, a la que según mi papá, subía y bajaba él, de joven, en un solo día. Cosa que requiere una gran resistencia física porque la pendiente es casi del 60% y hay que caminar unas tres o cuatro horas hasta alcanzar la cumbre.

Aquella vez el protocolo de actuación se cumplió rigurosamente. Llegamos a las faldas del Ajusco, nos echamos el equipo al lomo y empezamos a caminar con el ánimo que da el placer de hacer lo que a uno le gusta. Caminamos en llano poco tiempo y empezamos a subir la pendiente a eso de las 10 de la mañana. No había que estudiar mucho el terreno porque casi todas las veredas iban para arriba.

Después de un buen rato, ellos tres caminaban con fuerza y yo no les podía dar alcance. Me sentía cansado. Me fui deteniendo para descansar y ellos para esperarme. Caminábamos, me retrasaba, pasados unos minutos, llegaba hasta a donde ellos estaban, reanudábamos la marcha y vuelta a empezar. La escena se repitió varias veces, así es que recibí varias reprimendas y reproches de su parte. Seguí caminado a duras penas tratando de sobreponer con voluntad el cansancio, pero mi cansancio fue transformándose en debilidad, en desgano, en desánimo, en más debilidad, en más desgano y en más y más desanimo hasta que sufrí un ataque de apatía, pero aunque suene contradictorio, de apatía involuntaria.

Imposible moverme. Imposible dar un paso. Imposible siquiera quitarme la mochila. Estaba sólo en el bosque, sentado en la tierra, con la mochila como respaldo, acomodado en la pendiente, tratando de llenar los pulmones de aire, intentando evitar que la apatía que me dominaba se convirtiera en abulia. Quería seguir adelante para continuar la marcha con mi papá y mis hermanos, pero no conseguía ponerme en pie, ni siquiera de rodillas. El tiempo pasó, me lo fui consumiendo. Cuando se camina por el bosque en un grupo no muy bien jerarquizado, siempre existen diferentes tiempos de marcha. Unos van más rápido que otros. Algo dentro del inconciente homínido de los más adelantados les recuerda que vienen otros más lentos detrás. Hacen un alto y esperan. Esperan intuitivamente un tiempo, si no llegan, regresan a buscarlos. Al principio los tres adelantados me dieron voces para ver si les contestaba. Yo ni eso podía hacer. Me esperaron gritando casi una hora. Demasiado tiempo para esperar en el bosque. Regresaron a buscarme. Cuando me encontraron seguía tirado, recargado sobre mi mochila, como ido, viendo a unos pajaritos en un árbol, y para mi cruel desgracia, aquel ataque de abulia fue confundido por ellos con una actitud de bucólica beatitud de mi parte.

Recuerdo que escuché decir a uno de mis hermanos: “Míralo ahí está”. Yo volteé la cabeza buscándolos pendiente arriba y aprecié sus siluetas inquisidoras a contraluz. Uno de los tres, dijo: “Si no querías venir te hubieras quedado en la casa, nos estás haciendo perder el tiempo, huevón”.

Yo no podía con mi alma y mi cuerpo no podía conmigo, estaba totalmente desfondado. Mi papá se acercó hasta donde yo estaba, me revisó, me tomó el pulso y sin decir nada ordenó que me ayudaran. Me ayudaron con la mochila camino arriba, cosa que los engrandece y se los agradecí, ni que decir, por lo arduo del trayecto. Con mucho trabajo por mi estado, pudimos llegar muy tarde hasta la cima. No pude hacer gran cosa después. Yo me sentía mal conmigo mismo, mal físicamente y mal con ellos. Por lo que representaban para mí los campamentos, sentí como degradación, las ironías de tres días, los silencios que se hacían a mis comentarios y las miradas que desde el rabillo de los ojos me confinaban, simbólicamente, a la Isla del Diablo.

Ahí fue la primera vez que me sentí Dreyfus: Degradado y señalado. Nunca fue mi intención pararme para sabotear la marcha, ni para llamar la atención, ni para ganar protagonismo, o para dejar de cumplir con el “protocolo de actuación”, como me dijeron ahí y continuaron diciéndome mordazmente unos días después, ya en casa. Lo que me pasó es que simplemente mi cuerpo no me respondió, no pude imponerle mi propia voluntad, no dio más de si. A quien le haya pasado algo parecido entenderá a lo que me refiero.

Semanas después, sin embargo, como Dreyfus, fui exonerado con honores y pude regresar de mi confinamiento en Isla del Diablo. Había sufrido, a 3 100 metros de altura, una anemia galopante originada por una infección renal que me sacó de circulación los siguientes seis meses.

Fui exonerado, si, pero, ¿Pueden orgullo y honores borrar de la dignidad la secuela de la ignominia?

Esta vez, si.

El segundo recuerdo que tengo fue esa vez que llevé a mi hijo a pasear al Ajusco, mucho tiempo después de aquel campamento, pero poco tiempo después de mi divorcio.

Carlo se había quedado a dormir conmigo uno de esos fines de semana que “le tocaba”, de acuerdo con el convenio de divorcio. Yo no tenía dinero y no sabía que hacer ese domingo. Después del divorcio siempre me sentía triste por no poder invitar a mis hijos a comer o a salir y era como un poco deshonroso para mí tener que explicarles sistemáticamente esa situación. Carlo, siempre perceptivo, y tal vez porque ya había sido iniciado en el rito de los campamentos, me pidió que lo llevara al Ajusco. El detalle me gusto, por todo ese atavismo que me domina.

Existe en el Ajusco el cráter de un volcán, al cual se puede acceder fácilmente después de una caminata leve. Pensé que sería una experiencia nueva para él y decidí, honrado y orgulloso, llevarlo para que lo conociera.

Llegamos y estacioné el coche en una escampada. A paso ligero sorteamos algunas casas, atravesamos los sembradíos, nos cruzamos con personas poco amables y empezamos a subir el cerro que alberga al cráter.

“En el Ajusco, la gente es mala, muy mala” ¡Ay! cómo me acuerdo siempre ahora, y cómo no recordé esa vez las sabias palabras de nuestra ex vecina Paloma que era dueña de un rancho en el Ajusco y que tenía que lidiar con las gentes de la zona casi a diario.

Seguimos andando, yo adelante y Carlo detrás. El lugar estaba solo, aunque se oían voces de personas a lo lejos. En el campo, el viento lleva los sonidos más lejos que en la ciudad, por eso que se escuchan tantos sonidos tan cerca. Seguimos subiendo rápidamente y llegamos al cráter en un santiamén. Es una formación geológica muy interesante: un cono invertido casi perfecto de unos 20 metros de diámetro en el fondo, unos 70 en la parte de arriba y de unos 30 o 40 metros de profundidad, bordeado por pinos y la típica vegetación de un bosque de coníferas. “No vamos a bajar porque luego va a ser una joda el regreso para ti, si me tienes que cargar”, le dije y él se rió. Empezamos a caminar alrededor del cráter. Encontramos a una pareja sentada sobre una manta que parecía estar haciendo un picnic a escondidas. Evidentemente eran gentes del lugar. Nos acercamos y los saludamos. A mi me pareció muy extraño que el muchacho tomara un machete que tenía a mano y lo deslizara por debajo de la manta, pero sin soltarlo. Como raro me pareció también que su respuesta a mi saludo fuera más fuerte de lo normal y que apareciera de entre unos matorrales otro chavo. Cruzamos miradas como evaluando nuestras fuerzas y sin más, continuamos nuestra marcha. Perdimos de vista a aquellos tres y continuamos caminando hasta que llegamos a una bifurcación. Dudé en la dirección que debía seguir. Por uno de los dos caminos, se acercaba otro hombre, también, evidentemente del lugar. Me adelanté unos pasos. Carlo se quedó tres o cuatro metros por detrás de mí. Pregunté al hombre: ¿Para bajar? El se echó la mano a la espalda y me respondió: “Por allá atrás, pero por lo pronto te vas hincando y me vas dando lo que traes encima, porque si no, te doy yo con lo que traigo encima”.

Reviré y ví a Carlo indefenso, tieso, con los ojos enormes y la boca abierta entendiendo perfectamente lo que estaba sucediendo: estaba siendo asaltado y su vida estaba en peligro. Sentí de nuevo la ignominia, como Dreyfus en su ceremonia de degradación, por la evidente denigración que estaba sufriendo mi hijo en su dignidad.

Sentí mucho dolor y rabia, pero no miedo. Pensé: su vida o la mía, pero la de mi hijo, no.

Humillado, me hinqué lo más cerca que pude de sus piernas, por si tenía que derribarlo y me saqué la cartera del bolsillo. Se la dí. Él la revisó. Empecé a hablar con él para distraerlo.

-Déjame la licencia, ya vez que chinga es volver a sacarla. Le dije.

No me hizo caso. Fue tirando lo que no le interesaba, que fue prácticamente todo, porque no traía casi nada de dinero. Yo iba recogiendo mis pertenencias.

- ¿No traes tarjetas?
- No. Hombre, no ves que estoy más que jodido, sino, no hubiera venido de paseo por acá – tragué saliva.
- ¿Cadenas, relojes, a ver?
- Una cadena con un pequeño colgante de 18 kilates y un reloj. Ten la cadena, pero el reloj no te va a servir porque tiene una inscripción muy personal por detrás.

Se los di y miró el reloj por atrás. Me frunció el seño y yo le hice una seña con los hombros como diciendo “te lo dije”.

- A ver la otra bolsa.

En aquel entonces yo traía siempre conmigo un rosario de mi abuela, que usaba como amuleto de la buena suerte.

-¿Y esto? ¿Me vas a decir que eres cura y sacaste a pasear al monaguillo?
- No. Es un regalo de mi abuela. Me protege. Cuando me lo dio, me dijo que me acordara que un día, tarde o temprano, todos tendremos que rendirle cuentas al Señor.

Me miró con odio y me regresó el reloj y el rosario.

- Pa’ que veas que no soy tan ojete- dijo
- Gracias - le respondí
- ¿El niño? – dijo como si nada.
- ¿Qué pasa con el niño?- pregunté muy serio.
- ¿Qué trae?
- Él no trae nada- le respondí apretando los dientes y con odio. Me paré sin pensar y me puse entre Carlo y él.

Carlo, inteligente como una ardilla, abrió su “cangurera” y, sin enseñarle su navaja suiza, le mostró un montón de papel de baño que llevaba en ella.

- Sólo traigo esto, por si las moscas – dijo.

- Por ahí - dijo el mal nacido mostrándonos el otro camino.

Ya a cierta distancia de él le pregunté: ¿A ver, con qué nos ibas a dar? Sacó de la parte de atrás un machete y nos lo enseñó con el aire cuando uno se siente superior.

Regresamos más pronto que rápido al coche, nos subimos y regresamos a ciudad los dos mudos.

Estacioné el coche en una calle y permanecimos en silencio, viendo para afuera, llenando el tiempo con vacío.

Recapitulé todo lo sucedido y decidí, avergonzado, que lo mejor era autoexiliarme a la Isla del Diablo.

- Siento haberte puesto en peligro, hijo. No debí haberte llevado.- le dije.

Carlo me exoneró con honores diciéndome:

- Yo te pedí que fuéramos al Ajusco y estamos vivos, gracias a tí, papá.

Fui exonerado, si, pero, ¿Pueden orgullo y honores borrar de la dignidad la secuela de la ignominia?

Esta vez, no.

1 comentario:

Miranda Hooker dijo...

El caso Dreyfuss dividió a Francia. Un bando se dejaba llevar por las apariencias pero en el fondo albergaba un profundo antisemitismo. El otro bando acusaba a los que acusaban y esgrimía la verdad que no se vé con los ojos.

Las condecoraciones y los honores, ciertamente, no restauran el honor dañado. Pero saberse querido, en ese afecto no condicionado, si. Y por lo general, uno tiene que pasar por juicios tipo Dreyfuss sin que un Emile Zola defienda o proteste. El único contrapeso de un abuso es contarlo, contarlo y contarlo.