martes, 10 de febrero de 2009

Lo que faltaba

“Crack” hizo y no se movió más.

- Se atascó – dijeron - Nunca nos había pasado.

Y el féretro se quedó suspendido a tres metros de altura mojándose bajo una lluvia fina y ligera.

El día del entierro, el féretro del tío Héctor se resistió a entrar en su nicho. Se quedó suspendido a tres metros de altura sobre la plataforma de la grúa de fabricación alemana, que nunca se atascaba, según decían, pero que ese día se atascó como nunca antes.

Ese medio día, en medio de las tumbas, frente al muro de los nichos, al fondo del panteón, los parientes y amigos esperábamos todos muy tristes llorando y aguantando resignados la lluvia pringante que nos caía, mientras los trabajadores del panteón, los cinco o seis que eran, se las ingeniaban, abochornados, para desatascar la grúa y poder meter el féretro en el nicho, esforzándose por componer el desperfecto sin molestar al personal.

Y nosotros, ahí, todos tristes, llorando, mirando por momentos para arriba con los ojos entrecerrados y gesticulando por las gotas de lluvia que rebotaban en nuestras caras, parados, esperando a que compusieran la grúa de fabricación alemana atascada , que nunca fallaba, según decían, en medio de las tumbas, frente al muro de los nichos, al fondo del panteón.

Pero no había manera. El féretro no entraba en el nicho y el tío Héctor, tan dado a la algarabía y a la guasa, a la música y el canto, al respeto y al cariño, parecía no quererse ir ese mediodía.

Fueron mucho minutos, muchos. Diez o quince, por lo menos. Nada cambió. Nada. Los operarios tratando de desatascar la grúa alemana que nunca fallaba, según decían, y nosotros, resignados llorando bajo la lluvia gesticulando con los ojos entre cerrados y viendo para arriba como buscando compasión por esta mala pata que nos caía de más.

- Como si faltara algo – dijo uno de los operarios compungido, pero su comentario se perdió entre las tumbas.

Por la tardanza en la compostura del desperfecto, los parientes y amigos poco a poco, tímidamente, empezamos a hacer comentarios sobre la calidad de la grúa alemana que no se atascaba jamás y tampoco parecía querer desatascarse nunca, el féretro suspendido a tres metros de altura mojándose y la angustia de los pobres trabajadores del panteón, que en el peor momento, tenían que cargar, literalmente, con el muerto de los imprevistos y la concatenación de los eventos, y por eso de los comentarios de la concatenación y la imprevisión de los eventos, los parientes y amigos empezamos a comentar lo transitorio de nuestra existencia, nuestra situación, nuestra condición humana. La necesidad de no tomarse la vida tan en serio. Empezamos los parientes a recordar la alegría del tío Héctor, su cariño, su solidaridad, su tenacidad; y sus amigos los músicos profesionales, entre ellos Doña Amalia, su amiga de toda la vida, con la que había compartido su música, recordaban su algarabía, su guasa, su canto; y todos, todos, recordábamos los gratos momentos que nos regaló en tantas y tantas fiestas y reuniones con su sonrisa, su inteligencia y su sentido del humor.

- Como si faltara algo – volvió a decir el operario y su comentario se volvió a perder entre las tumbas, frente al muro de los 40 o 50 nichos, al fondo del panteón, mientras nosotros todos tristes, llorando, comentábamos la vida bien vivida y compartida del tío Héctor y mirábamos por momentos para arriba con los ojos entrecerrados y gesticulando por las gotas de lluvia que rebotaban en nuestras caras, parados esperando a que compusieran la grúa atascada de fabricación alemana, que según decían, nunca fallaba.

Y así, bajo la lluvia, en medio de las tumbas, frente a los nichos, deseando que la grúa se desatascara, continuamos recordando lo bromista y dicharachero que era el tío, y recordando recordando, recordamos que en todas esas pachangas y reuniones el tío Héctor siempre decía:

- A mí que me entierren con música.

Fue entonces cuando las palabras del operario del panteón nos hicieron sentido a todos los que estábamos ahí presentes, los amigos y los parientes. Fue como si esas palabras del operario compungido se las hubiera llevado el viento y las hubiera traído de nuevo la lluvia para recordarnos a todos nosotros que algo faltaba. Faltaba algo sí: al tío Héctor le faltaba su música.

Doña Amalia Mendoza, nada menos que “La Tariácuri”, “La Tariácuri” en persona, la amiga de mi tío, señora tan querida por los mexicanos por su buena voz entonada con sentimiento, pidió que le trajeran las guitarras que tenía en el maletero de su carro.

Las guitarras aparecieron de repente. Se formó un trío con otros de los músicos profesionales amigos de mi tío que estaban en el duelo y entonces, Doña Amalia, se arrancó el corazón cantando para su amigo muerto que tanto cariño le había dado en vida.

Cantó dos o tres canciones, nada más. No pudo cantar más. Ni nosotros hubiéramos podido soportar tanto sentimiento metido al cuerpo por debajo de la carne, con esas canciones y esa voz.

Permanecimos parados enmudecimos frente al muro de los nichos, al fondo del panteón, todos tristes, llorando y emocionados, mirando para arriba con los ojos entrecerrados y gesticulando por las gotas de lluvia que rebotaban en nuestras caras. Fue entonces que la grúa atascada de fabricación alemana, que según decían, nunca fallaba, se desatascó, siguió su rumbo al nicho y los operarios pudieron meter el féretro en su lugar.

Al tío Héctor le faltaba su música.

1 comentario:

Miranda Hooker dijo...

No me acuerdo por qué no fui a ese entierro, pero cuando me lo contaron, me impresionó.

Estoy convencida que los sepultureros saben más de filosofía que muchos intelectuales. Y que la música, igual que los huesos, es de lo poco que dejamos.

Qué texto tan hermoso.