lunes, 14 de diciembre de 2009

Un sueño para recordar

No me acuerdo de mis sueños.

Ya sé lo que dicen los psicoanalistas al respecto. Pero así es, no me acuerdo de mis sueños. De los 365 sueños que tengo al año, 360 se pasan sin que me acuerde de ellos. De los cinco restantes, los recuerdo en retazos.

Este sábado tuve uno de esos sueños de los que sí me he acordado.

Uno que recordaré para siempre.

Soñé que entraba yo a una de esas tiendas en donde venden toda clase de inciensos, amuletos, sahumerios, esencias, velas y colgajos para evitar a las malas vibras y alejar a los espíritus chocarreros. Uno de esos centros de magia blanca y magia negra que vende filtros para hacer el bien o instructivos que enseñan cómo picotaer muñecos de vudú. El lugar, un poco estrecho pero lo suficientemente espacioso como para poder ver las baratijas exhibidas en sus anaqueles de madera, tenía un ambiente vibrante, misterioso, semi-oscuro, semi-iluminado, con techo bajo y piso también de madera. Unos velos finos de color lila que hacían las veces de puertas corredizas, separaban dos salones. El humo de diferentes inciensos embrumaba y perfumaba el ambiente y la luz de decenas de velas lo hacían más cálido. Afuera hacía frío, adentro daban ansias, angustia. El lugar con todo, resultaba interesante.

Entré a este lugar cargando a mi hijo de meses. Mi esposa y unos amigos que igual podían estar confundidos con algunos familiares, también entraron. Éramos un grupo de diez, o así.

La primera impresión que tuve fue que aquello era un dejá vu repetido “n” número de veces en mí, más que eso, me parecía un repetido dejá fait, un repetido dejá été, o sea, que lo que estaba haciendo ya lo había hecho antes en repetidas ocasiones y que antes también ya había estado en repetidas ocasiones en ese lugar.

Me estremecí.

Cada uno de las 10 personas que entramos a esa tienda empezó a curiosear y a hacer comentarios sobre las baratijas. Fisgoneando, fisgoneando me fui adentrando en la tienda cargando a mi hijo en brazos. Al fondo, encontré una escalera blanca, mal hecha, de escalones disparejos. La escalera daba a una puerta de madera, cerrada. Subí unos cuantos escalones. A medio camino ví al grupo disperso abajo y ellos me vieron arriba.

- ¿Qué vas hacer allá arriba? A ver si no te caes -me dijo mi mujer desde abajo.

- No, que va – le dije.

Pero la sensación de los dejá vu, dejá fait, dejá eté repetidos que volví a sentir en la escalera me produjo una mala sensación en el cuerpo.Subí con mi hijo en brazos con cierto trabajo por lo disparejo de los escalones y abrí la puerta de madera al final de la escalera.Encontré una habitación pequeña, que recordaba a una cabaña de madera en un bosque nórdico. En el piso había una piel gruesa, blanca, como de oso. Una estufa en una esquina del fondo, junto a una ventana con cristales empañados, calentaba la habitación. Había también un pequeño umbral sin puerta que daba a otra habitación más pequeña. En la habitación que me encontraba había una infinidad de amuletos colgados de las paredes y del techo, casi todos de madera, con correas de cuero y plumas, abalorios, sortijas, cadenas, cabellos como pelucas, velas apagadas, piedras semipreciosas. Aquello parecía un puesto de amuletos y antigüedades de un mercadillo, pero dentro de una habitación.

Afuera al otro lado de la puerta, continuaba yo escuchando con claridad al grupo de amigos y familiares, que hacían comentarios sobre lo extraño de aquellas mercancías. La fuerza de esos dejá vu, dejá fait, dejá eté repetidos se intensificó en mí, y me atravesaron el cuerpo de la cabeza a los pies como cientos de fotos rafagueadas.

Sentí miedo. Apreté a mi hijo contra mí pecho.

De pronto, uno de esos amuletos, uno grande con forma de grillo o de cucaracha se movió, agitó sus alas rápidamente, voló hacía la otra habitación y se posó convulsionándose sobre una mesa de trabajo atiborrada de cosas.

- Esto ya lo he vivido mil y un cientos de veces- pensé con miedo, al tiempo que sentí como los bracitos de mi hijo se asían de mi ropa.

El bicho grande y asqueroso aquel continuaba retorciéndose sobre la mesa de una manera verdaderamente desagradable.

Escuché unos pasos.

- ¿Hay alguien ahí? - pregunté

- Si que lo hay – escuché que me contestaron.

Fue entonces que la fuerza de esos dejá vu, dejá fait, dejá eté se convirtió en pánico y las repeticiones reverberaron en mi cabeza hasta el infinito: esto ya lo viví, esto ya lo viví, esto ya lo viví, esto ya lo viví…

Dí unos de pasos hacia delante. Mi hijo se abrazó a mi cuello y volteó a ver desesperado la puerta por la que habíamos entrado.

En la otra habitación, más pequeña, pero igual de abigarrada, ví a un hombre parado al fondo de la habitación, junto a otra ventana, enjuto, de piel muy morena, con el cabello hecho nudos, semidesnudo, que parecía ocultar algo bajo su ropa.El me miró y me clavó en los ojos una mirada malévola, cínica, hipócrita, sádica. Se sonrío con aires de satisfacción, como aquél que sabe que la tiene fácil, que va sobrado, que le lleva ventaja al otro.

-Si que lo hay – repitió.

De pronto, así sin más, sacó de entre su ropa un cuchillo muy grande.

Esto ya lo viví, esto ya lo viví, esto ya lo viví, esto ya lo viví… me dije sin cesar y sentí una descomunal angustia que me recorrió todo el cuerpo. Traté de alcanzar la puerta. Mi hijo se me aferró al cuello.

Grité con todas mis fuerzas pidiéndo socorro. Pedí ayuda como desesperado. Grité con toda mi alma. Grité varias veces, muchas veces, como desquiciado, grité llorando con mi hijo aferrado a mi cuello.

Fue en vano.Sentí un golpe y un dolor muy fuerte en la espalda atrás en el costado derecho, por debajo de las costillas. Sentí otro golpe y un dolor intenso entre los omoplatos. Caí al suelo y cubrí a mi hijo con mi cuerpo para evitar que le hiciera daño.

Lo último que escuché, fueron las risas del grupo de amigos y familiares, al otro lado de la puerta, que hacían comentarios sobre lo extraño de las mercancías en ese lugar.

No me acuerdo de mis sueños.

Este sábado tuve un sueño que recordaré toda mi vida.

3 comentarios:

Ana dijo...

¿sueño?

Esto más bien es una pesadilla. Me ha resultado angustioso.

¿qué te amenaza?

¿de qué quieres proteger a tu hijo?

Miranda Hooker dijo...

Los sueños son mensajes del alma. Normalmente no los recuerdas porque tú vives conectado a tu alma todo el tiempo.

Según el análisis jungiano, cada uno de los elementos del sueño eres tú: la casa, la comparsa, el hombre moreno, el bebé, el cuchillo.

Lo que te lastimó no fue un arma ni la impotencia de defenderte, sino no haberle hecho caso a tu intuición. Cuando no te haces caso, pones en peligro a tu niño.

No olvides el sueño. Le añade un norte a tu brújula.

Hluot Firthunands dijo...

Pocas veces recuerdo mis sueños, cuando los recuerdo generalmente son gratos.

Las pesadillas son otra cosa.

Yo las recuerdo siempre y en mi caso siempre tienen algo que ver con traumas y frustraciones pasadas.

Leyendote me acorde de 2 de mis pesadillas.